jueves, enero 26

Obsesivo día en espiral

Malgastamos el carbón de la saliva en entretener horas gordas y cordiales. Hombres y mujeres de hojalata se embadurnan de grasa las articulaciones, sus lentes microscópicos les abren a una realidad que ritma con la agenda. Escribanos, sacan punta a un pensamiento amarillo como el sedimento de una cloaca, cloquean. De noche se respira un aroma a cloro que entra a la sangre como el agua por los pulmones de un ahogado. Y tú, obsesivo día en espiral, vuelves a colocar los botones al chaleco de los fracasos.

martes, enero 24

Sísifo mira la TV


La luna es una piedra
en el desierto: un escorpión aguarda debajo
mientras vemos a lo lejos el cometa.
Un cometa es una culebra coralillo. La coralillo, un coral
en movimiento, le pregunto a Sísifo,
que cargó una y otra vez su prisión
por un campo minado.
Pero Sísifo mira la TV y no contesta. Ve miles de piedras
arrastradas por miles de Sísifos: átomos
con la iniciativa colgada al hombro, electricidad al vacío.
Estamos en los albores de una época de sayayines, dice por fin. El mundo
se arrisca las mangas para alistarse a pelear
contra sus propios demonios. ¿Qué demonio salta sin un empujoncito
de un cuarto piso?
A los demonios también les da vértigo. El tiovivo les causa mareos,
les retrasa la regla. Aunque no tienen reglas: su primera
regla. Defina demonio: un basurero que sufre de vértigos y se pierde
como un punto en la solidaria oscuridad, un ovni, un carrusel en la
mente. No, no hay nada alrededor, hay un vacío como el que existe

domingo, enero 22

Vitrubio practica un rito de purificación

Arroja sus aparejos a la máquina trituradora, los despoja de su voltaje, sus esquinas educadas en la lengua roma de una puta de a 50 pesos en un baño público; tira todo: lo recaudado en las pupilas de la ansiedad, la mierda de los días hipócritas –caídos por su propio peso, las escaleras no usadas, las entrevistas con sus quistes, el manual de usuario del puerco entre el lodo, las azoteas de fuego predecible. Es un hazmerreír, un iluso portafolio acobardado por sus negocios ocultos.

viernes, enero 20

Las tribulaciones de un tapatío en China




Hace algunos años me perdí en Beijing. Es verdad que no es el primer lugar en que me pierdo, que de hecho si no me pierdo en la vida o en cualquier ciudad o esquina, si no demuestro un poco de mínima desorientación, es como si no hubiera salido nunca de casa. Tampoco está de más decir que también en casa me pierdo.
Seguramente mi madre extravió su brújula biológica cuando me gestaba en su panza, o tal vez no sabía lo que hacía, o cruzaba por un momento crítico en su existencia o miraba distraídamente una lúdica película de Mr. Bean. Pero volvamos, si no al punto de partida sí al del vacío donde comenzó la confusión en esa lejana tierra de Confucio.
Era el primer día de mi estancia en China. Llevaba bajo el brazo un librito de Julio Verne, Las tribulaciones de un chino en China que finalmente leí durante el mes que deambulé por tierras orientales, al igual que Kin-Fo, su protagonista. Con sorpresa no sólo mi tren de viaje me llevó por lugares en los que el desfalcado chino puso el pie, sino que los dos estábamos por cumplir 33 años y por una u otra razón, huíamos.
Hacía calor ese verano, a finales de mayo. Y quien sepa un poco del argumento de la novela recordará que Kin-Fo se trasladaba de ciudad en ciudad para evitar que se cumpliera su autoimpuesta sentencia de muerte, que tenía por fecha límite el día de su cumpleaños. El mismo día que cumplo yo, por cierto, el 25 de junio.
Sólo que en mi caso yo no tenía a un asesino profesional tras de mí. Conociéndome, no era necesario. Simplemente seguí mis instintos, platiqué con una joven y linda china en la plaza Tiananmen, que me dio su teléfono y varios consejos en inglés. Cuando menos imaginé, había pasado la hora en que quedé de reunirme con mis compañeros de viaje.
En vano los busqué. Entonces decidí hacer mi propia incursión. Después de todo tenía en el bolsillo la tarjeta del hotel.
Con estupor me di cuenta de que dominar las cinco frases de mi guía del inglés era completamente inútil en China. Experimenté, en carne viva y no sin amargura, el significado del famoso dicho: me hablaban en chino.
Intenté comunicarme con unos guardias que me ignoraron. Fuera de una madre y su hija que hicieron lo imposible por interpretar mis gestos y de unos estudiantes que se apiadaron de mí y marcaron desde su celular infructuosamente, me vi rodeado de la más absoluta incomprensión.
Pero estaba decidido a no dejar pasar mi primer día en ese país fabuloso. El conductor de un gastado taxi-triciclo se acercó a mí y me ofreció –a señas– sus servicios. Como me di cuenta después, recorrimos el hutong, el barrio antiguo, pletórico de callejones irregulares y casas con idolillos de la buena fortuna en sus tejas desvencijadas.
El hombre pedaleaba y sudaba por el esfuerzo pero no dejaba de sonreír con unos enormes dientes amarillos y de platicarme sabrá dios de qué.
Me mostró una casa por dentro, llena de ropa tendida y niños en pelotas que corrían de un lado a otro, y un pequeño museo. Luego se detuvo ante una construcción de piedra más grande que el resto. En la puerta esperaba una mujer de mediana edad, vestida con hanfu, algo así como un kimono, y sandalias.
El conductor se apeó y le habló con reverencia, en voz muy baja. Me hicieron señas de que los siguiera, y lo hice, no sin cierta reserva, listo para echar a correr en cualquier momento. Por dentro había mesas y sillas, aunque ni un alma.
La duela de madera crujía bajo nuestros pasos. Al llegar a una habitación, la mujer le ordenó al conductor que no entrara, al tiempo que me señalaba un banquito al interior.
Por el pasillo apareció un anciano sin un diente, armado con un instrumento de cuerdas. La mujer le sonrió con ojos cómplices y sacó de entre los pliegues de su vestido un pandero con el que acompañó los acordes del viejo. Cantaban con voces destempladas y antiguas.

miércoles, enero 18

Ya que la patria viene a cuento

Ese trapo que ondea en un parque público
ha servido para limpiarse las morusas
después de un gran bocado.

Un patriota hoy
canta mal las rancheras. Y a mí no se me da entonar.
Dime, ¿cuál es tu patria
cuando navegas con bandera ajena?

martes, enero 17

Incursión al Mohave


A Amaranta Caballero

Vagamos por las ruinas de un parque rojo. Con estribillos en los dedos enredados, en los zapatos, decidimos entrar al desierto: un águila y varias mujeres desnudas que flotaban sobre sus motos hacían ver en los muros una plenitud pegajosa. Lo irreal asaltaba, nos cubría la memoria, la engatusaba. El olvido fue el estallido de un diamante que recuperé tras el vidrio sucio del tiempo, bajo la mirada de un anciano que torcía la boca con desprecio. Bebimos el ámbar amargo de la cerveza, la incógnita repetida, la soledad muda de nuestros padres con el corazón despostillado. Todo ocurrió al menos dos veces, como en un sueño oprimido por un sol opaco y aplastante: luego el anciano era otro, un hombre que extendió su mano de boxeador para pedirme unas monedas.

lunes, enero 16

Insomnio


Las pastillas se disuelven en tu saliva, impregnan tu sangre con una tintura comprada a hora pico en una tienda de sanguijuelas, el cambio de piel es imposible en esta oficina repleta de gángsters: putillas del rubor rosado, vírgenes como Adela, fusilados y contrabandistas con falda de corte inglés o corbatas de terciopelo azul. Finges no saber nada de los alacranes en el elevador. Las ratas que carcomieron la base de los escritorios fueron una mala inversión en la bolsa. Ese que firma un cheque rubrica su epitafio.

domingo, enero 15

Zapping



Sugar atiende al teléfono una estrella ciclada. 3014. Cerebralmente, quiero decir. Querer: verbo ¿intransitivo? Intransigente. Es su madre al otro lado de las ondas verbales, expansivas. Pobre Sugar, tan en su trono; especifica: cada quien su psicosis, o apoteosis. Terrible, temible jump. Desierto. Móvil: una rata mira la escoba dirigirse a su cabeza, sin huir. Hay cosas que no cambian, los siglos están sucios. La soledad es sólida.

jueves, enero 12

La oficina es un caballo blanco como el día



¿Estamos solos en medio del blanco desierto? Paredes, escritorios,
clips, camisas de fuerza, así
un vómito mono-tono.
La oficina
cabalga a trote como un teclado, un caballo blanco de redoblado paso interminable. ¿Estamos
ensillados en el día que come piedras
y pienso?

Hasta el aire está acondicionado.

Si dejas de creer, una abeja extravía el soporífero sabor de su celda…

¿Importa morir como un bicho aplastado por un cuaderno a rayas? ¿Y si la blancura llama con esa intensidad que sólo conocemos los coleópteros?

No, no. El suicidio no es para pronoicos atareados en la astrología,
rogando por que la muerte pase a segundo plano, a última instancia, en las penúltimas páginas
del balance,
la estrategia.

El plano que sigo ahora es el que me deslumbra.