Un proyectil, o al menos eso parece por su estela. La raya
negra, difuminada, atraviesa de lado a lado el marco de la ventana en un
microsegundo para estrellarse en un edificio que de por sí ya estaba derruido. Las
llamas se alzan aquí o allá, y apenas algunos autos voladores recogen personas
varadas en los pisos superiores o en las azoteas. Como si hubiera hospitales dónde
alojarlas. Autos que en cualquier momento podrían caer destrozados por los rayos
de neutrinos lanzados de vez en vez por los satélites que las máquinas han reclamado
como suyos.
Las máquinas, además, han conformado un ejército de humanos
a los que les hackearon los pensamientos para recibir sus órdenes. O eso creemos quienes pensamos por nosotros mismos. También es posible que las
obedezcan por voluntad propia. Al menos a mí me consideran necesario. No se
atreverían a hacer explotar el estudio de un técnico en articulaciones
robóticas animales. No porque las máquinas no puedan hacerlo, sino porque lo
que yo hago es el equivalente a lo que en otros tiempos fue limpiar un retrete o
dar de comer a un bebé: pérdida de tiempo.
Aunque para las máquinas el tiempo no es un valor. Su paciencia
es infinita. Yo mismo, en cierto modo, soy una máquina. Y no sé si es la mejor
parte de mí. Mi cerebro ha sido mejorado con millones de sinapsis automáticas. Poseo el doble de miembros que los
demás humanos para cumplir con eficiencia mis tareas. A veces tengo la pesadilla
de volver a ser quien era antes. Los niños, los pocos niños que existen,
piensan que de pronto las máquinas tomaron el poder, pero no, fuimos nosotros
quienes poco a poco les cedimos nuestra voluntad y hasta nuestros cuerpos para
que experimentaran con ellos, los hicieran inmortales.
En la ventana sucia aparece mi reflejo. Bebo café de una
taza de cerámica azul. Una taza creada por un sistema automático ya obsoleto en
una fábrica abandonada y repleta de refugiados que desearían una muerte rápida frente
a un misil perdido. Acondicioné mis implementos degustativos para que
simplemente detectaran un buen café. Sin ninguno de los sabores inventados en
esta época, sabores que no existen en la naturaleza. Lo rescaté de una bodega
abandonada. Bebo hasta la borra, aquello que alguna
vez fue líquido amargo, humeante.
Las máquinas ya solo quieren conquistar el espacio. ¿Debo
recordarme a mí mismo que también soy, en cierto grado, una máquina? En realidad, estamos aburridas como la humanidad que todavía sobrevive. Sirenas, balas esporádicas o ruidos de hélices. Me pregunto si todavía hay algo de café.