Watson enumera punto por punto
las deducciones del detective.
Intenta tomarle por sorpresa,
verlo sucumbir a la contradicción
adivinando
la longitud de la zancada del asesino,
el color de sus ojos verdes,
la multitud de pistas invisibles
a los neófitos del oficio.
No es cosa de fe, es verdad.
En algún momento ha de caer,
con todo y su sonrisa petulante.
Sherlock –como se hace llamar este
reloj de precisión milimétrica–, al parecer ajeno
a la disquisición del veterano,
solo atina a fijar la mirada en el techo,
a dibujar en su libreta el rostro impávido
de su futuro
aprendiz de mago.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario