martes, marzo 31
Rituales
Letras y objeto
M 31 03 20
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lunes, marzo 30
Estética del proceso
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Eduardo Milán usa en sus artículos-ensayos metáforas a doc con el romanticismo: el desierto, la herida. Pero son desiertos y heridas sin sujeto lírico. Supongo que eso debería bastar para comprender su modernidad.
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M 30 03 20
domingo, marzo 29
Estática, obsesiones y traición
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No sé por qué imagino que desde este espacio reducido puedo alzar la vista hacia el mundo. Lo hago a través de las noticias en El País, que en estos momentos hablan irreductiblemente sobre lo mismo: coronavirus. O bien, escuchando las charlas familiares, atestadas de noticias aprehendidas de grupos de WhatsApp o correos de dudosa fuente informativa. Me pregunto si escriben desde casa los periodistas, los hackers o los improvisados. Con todo, no creo posible dar con el hilo de estas páginas si permanezco en mi cuarto. No del todo encerrado: de aquí paso al patio donde cuelgan malvas de la pared o brotan de macetas en los brazos del farol blanco. Al estudio, a la azotea o a la sala o la cocina. Mi pequeño ecosistema. En realidad, si investigo en mi subconsciente, creo que sí es posible escribir el mundo desde este rincón de la cama, por más mullido o tedioso. Eso es lo que espanta.
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Sin amistad no hay traición me respondió mi segundo en la revista cuando descubrí su confabulación para tomar mi lugar. La traición, en todo caso, devela la apariencia de amistad. Habiendo traición, nunca hubo amistad o en algún momento dejó de haberla. Hay traición porque se conservaba la apariencia de amistad, porque el rostro visible era amable y peligroso. Pero la traición no solo se comete contra la amistad, sino contra el ideal, la benevolencia o la confianza depositadas en el traidor. Macbeth no era amigo del rey sino su súbdito. El rey le tenía por un héroe, lo ensalzó de entre los otros. Amigos no eran, porque ni siquiera conocían los designios internos de cada uno, no se reconocían el uno en el otro ni se relacionaban en términos de igualdad. Sin embargo, hubo traición. Y la traición trae consigo —a menos de que lo pérfido sea el signo o la marea de los tiempos—, a la vuelta de la autosatisfacción, el enredo con las propias mentiras, hipocresías y codicias. La traición es traicionera.
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Me he obsesionado tanto por cosas mínimas. En su momento, la revista de arquitectura era mi ser mismo, mi desear y mi estar en el mundo o no estar en él ni en mí. Como antes lo fueron otros proyectos, emociones, depresiones o ideas. En el ocio mis obsesiones se concentran: una serie de ciencia ficción en Netflix, la visión hindú de la existencia, el sofoco de recluirse en pleno brote de la pandemia. Me obsesionan las naderías, me enfoco en gestos, palabras que escucho al pasar por el pasillo, palabras sueltas que de pronto aparecen y consulto en Google. Ciertos autores, ciertas indagaciones de poetas en los meandros del lenguaje. El ruido serruchante en mis oídos ya no es tema, ni obsesión: quizá sea aquello que me empuja a desviar mi atención a otras sonoridades menos agudas, menos cuchicheantes o angustiantes. Leer, buscar, pasear por entre recuerdos o avistar un pensamiento distraído. Estar aquí, pero fuera de aquí.
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Alguien como Celan fue universal porque en lo posible desgranó sus percepciones de metáforas o imágenes que impidieran la abstracción de la idea pura. El chasquido de dedos filosófico, el sonido del pensamiento al voltear sobre sus pasos. No cabe duda de que no busco la universalidad.
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Conforme el tiempo transcurre y mis deseos, ilusiones y proyecciones del futuro se han malogrado mi fe se ha ido deshilachando, se ha roto y la he cosido de nuevo en repetidas ocasiones. El tema de la fe es para mí el de la esperanza y la verdad a regañadientes ha acabado otras veces con esa esperanza. Soy un hombre culpable porque rasgó su destino y lo que ha venido después ha sido consuelo, intermitencias de un futuro que si bien no se vislumbraba estaba pleno de esperanza. Fe y esperanza han caído en desuso, acribilladas por el transcurso del tiempo. Y hablo de mí. Tal vez no debiera. ¿Qué gran escritor moderno pone al sujeto en primer término? No uno interesado en el trabajo artístico del lenguaje, del poema como objeto. ¿Entonces aquí la palabra sucede como residuo de mi experiencia? No lo sé. Sin duda quisiera que estas palabras evocaran la fe y la esperanza derrotadas. Escribo porque las he extraviado luego de presenciar las golpizas que han recibido, presenciado y actuado esos golpes. Es cierto, escribo investigando mis pensamientos. Estas palabras suceden como sucedáneos de la palabra reivindicada en su ser materia, en su estar separadas de la realidad. Y ni siquiera lo escrito es realidad. ¿Pero qué es la realidad? ¿No forma parte del signo en su propiedad referencial? ¿Qué son las emociones que nombro sino solo palabras, nombres? ¿Quién soy yo sino un improvisado sujeto lírico, el enunciado de este entramado de confesiones que convendría omitir si deseara ser un escritor moderno? Y entonces, ¿por qué las palabras?
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Escribo con la certidumbre de que regresaré después a editar la forma, a borronear las palabras o las emociones confesadas con el bisturí de lo objetivo dentro de lo posible, e incluso del ritmo o la aversión al mucho hablar. Escribo a sabiendas de que haré un montaje posterior que reúna estos fragmentos para evitar cualquier interpretación de sentido lineal. Las costuras están aquí, de cualquier modo. No me preocupa que se vean, solo mostrar el trabajo de un lenguaje y no el de una emoción. Tal vez debiera conservarlo todo. Sería sincero. Tal vez la sinceridad sea otra emoción a omitir a menos de que resulte verídica. Estos trozos de texto, de texturas, formarán parte de un conjunto orgánico hecho de retazos. Su sinceridad es solo otro recurso retórico opcional.
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Para no ahondar o escarbar en el mismo sitio con las palas o palabras en la conciencia, busca uno tesoros enterrados en distintas locaciones de la memoria o los pensamientos que van pasando. La dificultad de buscar tesoros estriba en que no se cuenta con mapa que indique el menor vestigio. En una ocasión un tío encontró en casa de mis padres en Cocula una moneda antigua, rectangular, de 1810. Quién sabe qué habrá sido de ella, se la llevó consigo a Los Ángeles —y literalmente, porque murió hace un par de años. La halló utilizando un aparato detector de metales. Si uno pudiera usar un detector de líneas temáticas en su propio cerebro. Como no ocurre de esta manera, la conciencia fluye, escarba aquí y allá, sigue rumores, se enfrenta con sus propios fantasmas. Es lo que decían en casa de mis padres: que fantasmas resguardaban el tesoro enterrado. Quizá sea uno fantasma de sí mismo.
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Algunos críticos, poetas lingüistas que me agradan sobremanera —como me ocurre con un buen tratado de lingüística— recurren a la supresión del sujeto en la escritura, así como de la intención referencial, a la que le ponen trampas en sus propios poemas. Son poemas-objeto interesantes, que sin duda despiertan emociones. La vivencia se encuentra en ellos desplazada, ya que en realidad no suprimida. Se adivina el velo, en la estela que deja el poema al pensar. Solo que también encuentro varios monstruos del poema que deben su energía, su carga lingüística a causas telúricas, inmersiones en la vivencia de sus pueblos, sus comunidades, la lengua en acto. Gonzalo Rojas es uno de ellos. El impulso de su palabra es anterior a ella, palabra que regresa a su origen social, humano, sonoro. Es que no comprendo por qué separar en laboratorio la electricidad vital. No creo que ocurra del todo tampoco en estos poemas al borde del lenguaje. Sin embargo, es un gusto ir de aquí allá. Con todo y que algunos quieran que tomemos una postura en pro o en contra de cualquier cosa, que combatamos un perenne enemigo invisible. Mi enemigo soy yo. De ahí en más, cualquier postura o vislumbre de idea es para mí objeto de exploración. Soy muchos y esos muchos no residen en mí, me son, me hacen, me trazan insatisfecho.
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Hojas secas entre las grietas de la banqueta. Hierbas apresurándose a salir de la descompostura. Bien, ese es un invento mío. ¿Pero qué pensamiento no lo sería? Continuemos. Hierbas como dedos, delgados brazos queriendo alcanzar el aire de la superficie, saliendo dela tierra oculta por cemento, respirando por esas rejillas abiertas hacia el origen de todo: la tierra. Hojas secas bajo árboles de clasificación indeterminada. Algunos pinos, rictus, un guayabo. La ciudad de cemento tiende a doblegarse ante la naturaleza que pretende dominar. Es el tiempo, su continuo paso. Una vez iba caminando por la colonia Americana cuando llamaron mi atención los chillidos de unas ratas recién nacidas, acurrucadas entre la banqueta rota y las raíces de un árbol que pretendía —pienso— protegerlas. No pude evitar sentir ternura. Tan lejos de l horror de encontrarse con uno de estos roedores recorriéndote la pierna de noche. Sí, eso ha sucedido. Continué caminando, en el entendido de que los animalitos serían asesinados por la mano de algún vecino o las autoridades sanitarias. La ciudad es monótona pero a veces presenta sorpresas sutiles. Y ello resulta a veces de la aparición insospechada de la naturaleza latente, oculta. La ciudad es como un gran jardín de piedra, una capa de asfalto que nos protege del estado salvaje del que somos parte. Hasta que el instinto diario nos impele a ser fieles a nuestro origen. El asfalto es una interfaz que impide ver cuan inmersos estamos en la negación de lo que somos, en la animalidad que se vuelve contra nosotros a la menor oportunidad. Solo que cada vez perecen más árboles. Y brotan nuevos edificios. Tendemos a la verticalidad y también a destruirnos. A esto le llamamos modernidad, posmodernidad. Hojas secas, grietas, raíces al paso.
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M 29 03 20
jueves, marzo 26
Pistas imaginarias
miércoles, marzo 25
Lenguaje y realidad
M 25 03 20
domingo, marzo 22
Materia verbal
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Desde dónde habla el poema, desde quién o desde quién no. En el borde de la lengua, es imposible no encontrar una manera de decirlo, de desdecirse de ser necesario. Todas las facultades de un foco ahorrador de 60 kilowatts no logran hacerte desaparecer en los puntos negros, digitales, huecos como el espacio entre los planetas, el de la página electrónica qué hila la textura de una luz con otra. “No sabía de qué le estaba hablando”. Off.
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La poesía requiere trabajo.
Echamos a andar la materia verbal, ya tan vapuleada por el uso de los siglos, los milenios, confiados en que aparecerá renovada en cada ocasión. Y allí está, cubierta de óxido, del óxido mismo que se convierte en la razón de ser de la poesía moderna. La historia de la poesía exige una muestra palpable del paso del tiempo, de la existencia del tiempo. El interés de la obra se traslada hacia los puntos, las zonas que resistiendo, han cedido al desarrollo de los fenómenos que les inciden, de los que son parte e impulso en ocasiones. ¿Qué exige la poesía moderna hoy en día? ¿Qué requiere un poema para ser moderno, para ser leído en la clave del presente?
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M 22 03 20
sábado, marzo 21
Escribir, ciudad
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Los pliegues de la cortina se acentúan conforme el sol va ascendiendo a su cenit. Cerrada como está, no alcanza a velar el sol que entra por entre sus texturas translúcidas y la puerta del estudio con toda su potencia amarilla. Permanecer sentado en el escritorio es también un estar, ser un oído, un campo de recepción de la vida invisible por las paredes que me rodean; audible.
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No tengo idea de adónde voy.
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El camión de la basura hace su entrada triunfal en la bocacalle. Los cencerros le dan su carácter de perentoriedad, e urgencia. Hay que salir a cargarlo con desechos, con los desperdicios de lo que por alguna razón llamamos vida. Papeles con los líquidos que han dejado ser parte de nuestro cuerpo, residuos de comida que nunca formará parte de nuestros huesos, venas o pulmones. Impresiones de escritos tan valiosos como la comida que se aglutina en la rejilla de la tarja en la cocina.
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Escribo, no importa por qué ni para qué. No puedo igualar a aquellos que podrían ser mis modelos. ¿Pero cómo pueden serlo si no los he leído? Bernardo Soares, George Perros, Paul Celan, Michaux, se vuelven nombres queriendo significar algo para mis adentros en el cerebro. Guardo una imagen de lo que escribieron, pero ignoro qué rumbos tomaron las letras en sus manos, qué sucesión o secuencia se vio afectada por sus reflexiones, ironía, carácter sintético. También podría tomar como modelo la forma de trabajar de Luis Eduardo: elegir un tema y abundar sobre él con poemas que se interroguen a sí mismos, que ironicen la experiencia del poema, su concepción misma, y que además orbiten una temática aunque sea a manera de deconstrucción: Armenia y otros. Como si estableciera pautas, límites a la poética que me servirán de apoyo para saltar hacia nuevos límites. Lo que comprendo es que deseo escribir, que mis dedos hablen en el pulso del teclado, que las imágenes se interconcecten en mi cerebro sin preocuparme por la calidad de lo escrito. Aquí en la página electrónica o en el papel, en cuadernos u hojas sueltas. Por lo pronto, un programa de lectura, de reflexión. No para imitar los pasos, sino para evitarlos en un paseo a ciegas.
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Escribir. Es lo que finalmente salva. Escribir. No juzgar a las personas, no tan solo describirlas. El lenguaje se hace visible y vivible. Probar mis límites, apoyarme en ellos (como ya saben quién) para saltar al vacío.
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Me pregunto si algún día escribiré Los Perros. Esa novela inconclusa, ese proyecto que de haberse publicado en su momento hoy estaría muerto, echado en el cajón de la autoconmiseración, del gesto petulante.
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Sin embargo su espíritu permanece en algún punto de la memoria. Los Perros fue una manera de indagar en mi mente las posibilidades de una escritura –ahora comprendo—siempre en ciernes. Fue el método, el recurso para mantenerme conectado con el presente que iba cayendo a pedazos tras de mí. Me pregunto si solo soy un autor lírico o si seré capaz de sumergirme en la piel de otros personajes. Escribir es lo que salva, escribir es dejarme decir.
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M 21 03 20
viernes, marzo 13
Ventanas
M 13 03 20
Hay un yo lírico encerrado en todo esto
se deja acariciar por extraños y muestra los colmillos
ante la crítica más severa, ante los modosos reseñistas.
No le agradan las fastuosas revistas de moda,
aunque le encanta ganar algunos pesos si se los ofrecen
con cortesía. Hay un yo lírico escondido en todo esto
que hace de las suyas en contra del poema inacabado,
de la estructura fragmentaria y de la hemodiálisis
a la que se someten los versos de laboratorio.
Hay un yo lírico encerrado en todo esto, a veces
persigue al joven de la pizza, a la niña de los volantes,
al carnicero que lo mira con desprecio,
afilando su cuchillo prosódico.
Hay un yo lírico encerrado en todo esto:
alguien sospecha de sus motivos ocultos,
las pistas que va dejando
tras de sus crímenes.
viernes, marzo 6
El arte del suspense
A casa viene a visitarnos todos los
días
un hombre con disfraz
del oso yogui.
A veces usa un tónico
de invisibilidad
y nos observa desde
el sillón donde se oye
cómo juega
videojuegos o escucha a su influencer favorito.
Quarq es una de sus
palabras predilectas, la repite
para sus adentros
como una guacamaya
mientras piensa cómo
arrancarnos
la garganta, cómo
aplastarnos de un manotazo.
Cuando no le vemos, percibimos
la marca de su gran peso
en el sillón roto de
la sala. Otras veces
hace graciosos bizcos
detrás de la máscara de aire
que le colocaron los
niños mientras roncaba.
El hombre con el disfraz de oso yogui habla y habla de sí mismo:
no hay tema que no provenga de él
o no vaya directo a
él.
El otro día fue tan
bondadoso que interrumpió la conversación
para aleccionarnos
sobre la humildad
poniéndose de
ejemplo.
El oso yogui no llega
a robar nuestra comida, aunque pudiera hacerlo,
¿pues qué caso
tendría?, ¿qué sentido el suspenso?
El oso yogui elige a
un miembro diferente de la familia
para hacerle ver que
todos
están equivocados. Su
acompañante
es un androide
programado para aplaudirle
si nadie más lo hace.
Y nadie lo hace.
Estoy a punto de
dirigirme a la cocina.
Sus ojos invisibles
se clavan en mi
cuello.
Elogio de los huevones
Para Alex, Carlos y Noé
Huevón es aquel al que le pesan tanto sus órganos masculinos o femeninos que resulta incapaz de levantarse de su no lugar en el mundo. Huevón, mi semejante, mi prójimo. Te llaman así los envidiosos. Tu actividad es en verdad tan grande, tan primorosa, que se les escapa de las manos con todo y su gramaje hormonal. Deja que ellos dignifiquen con su orgullo el vilipendio al que son sometidos durante su jornada de ocho horas en un ambiente de intrigas y de chismes, doblando turnos, en actividades que alguna vez prometían significar algo y demostraron ser no más que acumulación de horas inhumanas, infravaloradas, en realidad sin valor. Ante su resplandeciente andar cabizbajo y subordinado, el gesto altivo de sus jefes y el ninguneo de sus compañeros de trabajo(s), te ven a ti, ocioso, huevón, como una amenaza a la idea que tienen de sí como hombres o mujeres de provecho. El sueldo de cada quincena les justifica la existencia. Ah, la heroicidad de la oficina. Y todo para arrogarse el derecho a ir de compras en esos lugares comunes a la gente del siglo. Tanto te pesa levantarte para atender la obscena llamada que ofrece un nuevo crédito, caminar para abrir la puerta que tocan con insistencia perruna, enarbolar la bandera del chambeador. Como haces lo que quieres, eres un peligro que pone en duda la productividad de los convencidos de su sitio en el mundo, de los que se arrogan la estúpida felicidad de ser irremplazables, al contrario de esos otros que no avanzan por huevones. Obvio, el empleado del mes finca su felicidad en la esperanza de ser otra vez elegido, felicitado, palmeado en cuanto vuelva su turno en el carrusel de los aplausos. Y es que la huevonada, esa palabra nada sutil para denostar a la ociosidad como un despojo del tiempo, termina por ser crítica del esforzado por caerle bien a sus jefes, por estar en el pináculo del reconocimiento oficinesco, de aquel que entre más se soba el lomo realizando tareas que ingenuamente piensa necesarias más gasta en tonterías. Huevón, tú sí que sabes aprovechar el tiempo. No tiene caso trabajar, esto lo comprendes a mucha honra, mejor que nadie. No vale la pena si no es en favor de ti mismo. Al fin y al cabo, el que no ha sido huevón da hueva. Bien que lo sabes, huevón que en algún momento de tu ligera existencia experimentaste ser un héroe, un patriota de lo mismo, ese al que ahora —si no te diera flojera— mirarías con lástima. Lo inútil es desperdiciar el contado tiempo repitiendo el ritual de los días y los años. Y, por si fuera poco, el colmo del sacrificado trabajador es pensarse superior al huevón, aunque estar en tu lugar, así fuera por un breve instante, le revelaría la futilidad de su aureolada vida.