martes, marzo 31

Rituales

Lavarse los dientes es más que un rito de limpieza. De hecho, en la palabra “ritual” reside el mayor interés. Para mí, en estos días de coronavirus en que convivo con mis sobrinas, es un convocar al mediodía a hacernos cargo de los huesos visibles del esqueleto. Remite a la estructura que nos mantiene en pie, erguidos, en posición de combate o reflexiva. Luego, cada quien su pasta. Prefiero flúor, mientras que ellas se decantan en los brillitos de su pasta blanca y violeta. Cuando sonríen, comprendo que mostrar la parte externa de sus huesos, huesos esmaltados, pulidos, relucientes es sonreírle al mundo, al ser: lo interno que se vuelca alegremente en los ojos de los otros, en sus retinas y cerebros. Los huesos arrojan una imagen de sí en las mentes ajenas, en la electricidad neuronal del otro. Esto somos: huesos, neuronas, sangre, nervios, pelos, uñas, ligamentos. De alguna manera, unidos entre sí y recubiertos de piel son agradables. Hay quien tiene gusto por el hígado, el riñón, los ovarios o testículos, por su funcionamiento milagroso o entreverado científico. Por los órganos mismos o su lugar en el esquema corporal. Esto somos, diablos. Y el ritual nos lleva a comprenderlo.

M 31 03 20

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Letras y objeto

La costumbre de escribir, de pegar una letra con otra. Atestiguar cómo mi sobrina hace una amalgama de líneas temblorosas y desniveladas para terminar concibiendo una palabra: “Encantada”, con todo ese significado fílmico que engancha su referencialidad. Letras que piensan a quien las enuncia, que la evocan como si piratas lanzaran cuerdas y ganchos de un galeón a otro para batirse cuerpo a cuerpo y apropiarse del tesoro ajeno. Letras que son palabras, sonidos mentales, imagen del objeto nombrado, la historia oculta en el objeto a plena vista.

M 31 03 20

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lunes, marzo 30

Estética del proceso

La ventaja o la razón de escribir en un cuarto acalorado, pasada la medianoche, con insomnio y poca esperanza en el futuro, es que yo no soy yo, o al menos no tengo la obligación de serlo. Quizá yo sea mejor que mi personaje, después de todo carece de nombre y se esconde entre líneas. O quizá ni siquiera sea mi personaje, puesto que no me pertenece. No me debe nada, y si lo hiciera, no sería nada bueno. Es lo irónico de la escritura, es un acto que se remonta milenios atrás y eso significa que, como cualquiera, no ha existido desde siempre. La eternidad es una ilusión acuchillada por el tiempo. Si este personaje puede ser otro, ¿por qué no arriesgarse? Después de todo en realidad me encuentro en el Primer Piso, a media luz, escuchando jazz en la barra. O miro por la ventanilla de un avión la ciudad encenderse de puntos amarillos y rojos mientras me alejo entre nubes densas y sin emociones. La única realidad serían las líneas de mis manos, darme cuenta de cómo se formaron a través de los años al tomar objetos entre los dedos, al estar en uso como herramientas del cerebro. La vida es misteriosa porque transcurre sin apenas darnos cuenta ni estar conscientes de la demoledora presencia de la alegría, del dolor o la angustia. La angustia que es un no integrarse a la sucesiva trayectoria del presente, del ser que somos en todos los tiempos posibles a un tiempo. Por debajo de mí, apostado en la azotea de mi casa, pasan autos, niños, hormigas, hojas secas, balones de futbol, carritos y canicas. Oigo mi respiración y me levanto los lentes con la mano izquierda para distraer la inmensa cobardía que me invade como un virus para no salir de este congelamiento. No estoy aquí, ni aquí, ni aquí tampoco, sino que mis arterias, mis células ocupan un lugar en el tiempo que quisiera abolir el espacio, detonarlo. No estoy en ninguna parte.

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Pongamos que hago caso a la estética del proceso. No descartar nada previo a lo que hace al poema. Aunque ni siquiera estoy seguro de que ese poema sobrevivirá en una publicación o en un libro. Gorostiza ordenó quemar los restos que no alcanzaron a formular el poema. Dejó, eso sí, apuntes de un poema inacabado. Ya me dieron ganas de re visitarlo. Si mostramos la hechura del poema, sus bordes limados, su textura sin pulir, no comunicamos el poema, el poema no se comunica, sino el procedimiento. El largo trabajo del poema queda como al principio. Qué caso entonces.

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Eduardo Milán usa en sus artículos-ensayos metáforas a doc con el romanticismo: el desierto, la herida. Pero son desiertos y heridas sin sujeto lírico. Supongo que eso debería bastar para comprender su modernidad.

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M 30 03 20

domingo, marzo 29

Estática, obsesiones y traición

Recostado sobre la cama al mediodía, recorriendo la pantalla del iPad con dedos indiferentes, sé que hace mucho se resolvieron cualesquiera que hayan sido los nudos en mi memoria. No tengo nada que lamentar hoy, solo no lamentar. No vivo sino virtualmente. Miro el cesto de la ropa sucia, erguido sobre el piso de mármol, como un objeto que me recuerda a mí mismo. Sin mucha ropa por lavar, junto a los libros de ediciones sudamericanas. El café que reposa sobre la mesita, los calcetines desgastados y echados a la basura con cierta nostalgia del que no quiere deshacerse de aquello que fue cotidiano y feliz, alguna vez textura sutil al caminar. Cómo debe estar este pequeño mundo que he destruido si lo único que percibo son objetos estáticos que de alguna manera responden a mis pensamientos, se corresponden. El reflejo de la televisión apagada, yo mismo mirándome escribir en ella sabiendo que encender su foquito verde solo aplazaría mi estática. Fuera de que la pandemia del coronavirus lo haya inmovilizado todo, las calles, los deseos, la progresiva carrera del dinero, me doy cuenta de que para mí el estado de cosas sigue igual desde meses atrás, tan solo pareciera haberse expandido a la ciudad, al mundo. Pero solo parece, ese es el estado de lirismo incontrolable en que me encuentro: hasta pienso con sofoco o fastidio que las noticias hablan de mí. Si yo es otro, otro es yo. No me resigno a asesinar al sujeto que soy. Ni a despotricar contra los referentes. Ni a separar al lenguaje de esta realidad lenta y perniciosa, en la que el ruido de la lavadora es el instante de irrupción, la mágica disrupción de la tranquilidad.

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No sé por qué imagino que desde este espacio reducido puedo alzar la vista hacia el mundo. Lo hago a través de las noticias en El País, que en estos momentos hablan irreductiblemente sobre lo mismo: coronavirus. O bien, escuchando las charlas familiares, atestadas de noticias aprehendidas de grupos de WhatsApp o correos de dudosa fuente informativa. Me pregunto si escriben desde casa los periodistas, los hackers o los improvisados. Con todo, no creo posible dar con el hilo de estas páginas si permanezco en mi cuarto. No del todo encerrado: de aquí paso al patio donde cuelgan malvas de la pared o brotan de macetas en los brazos del farol blanco. Al estudio, a la azotea o a la sala o la cocina. Mi pequeño ecosistema. En realidad, si investigo en mi subconsciente, creo que sí es posible escribir el mundo desde este rincón de la cama, por más mullido o tedioso. Eso es lo que espanta.

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Sin amistad no hay traición me respondió mi segundo en la revista cuando descubrí su confabulación para tomar mi lugar. La traición, en todo caso, devela la apariencia de amistad. Habiendo traición, nunca hubo amistad o en algún momento dejó de haberla. Hay traición porque se conservaba la apariencia de amistad, porque el rostro visible era amable y peligroso. Pero la traición no solo se comete contra la amistad, sino contra el ideal, la benevolencia o la confianza depositadas en el traidor. Macbeth no era amigo del rey sino su súbdito. El rey le tenía por un héroe, lo ensalzó de entre los otros. Amigos no eran, porque ni siquiera conocían los designios internos de cada uno, no se reconocían el uno en el otro ni se relacionaban en términos de igualdad. Sin embargo, hubo traición. Y la traición trae consigo —a menos de que lo pérfido sea el signo o la marea de los tiempos—, a la vuelta de la autosatisfacción, el enredo con las propias mentiras, hipocresías y codicias. La traición es traicionera.

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Me he obsesionado tanto por cosas mínimas. En su momento, la revista de arquitectura era mi ser mismo, mi desear y mi estar en el mundo o no estar en él ni en mí. Como antes lo fueron otros proyectos, emociones, depresiones o ideas. En el ocio mis obsesiones se concentran: una serie de ciencia ficción en Netflix, la visión hindú de la existencia, el sofoco de recluirse en pleno brote de la pandemia. Me obsesionan las naderías, me enfoco en gestos, palabras que escucho al pasar por el pasillo, palabras sueltas que de pronto aparecen y consulto en Google. Ciertos autores, ciertas indagaciones de poetas en los meandros del lenguaje. El ruido serruchante en mis oídos ya no es tema, ni obsesión: quizá sea aquello que me empuja a desviar mi atención a otras sonoridades menos agudas, menos cuchicheantes o angustiantes. Leer, buscar, pasear por entre recuerdos o avistar un pensamiento distraído. Estar aquí, pero fuera de aquí.

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Alguien como Celan fue universal porque en lo posible desgranó sus percepciones de metáforas o imágenes que impidieran la abstracción de la idea pura. El chasquido de dedos filosófico, el sonido del pensamiento al voltear sobre sus pasos. No cabe duda de que no busco la universalidad.

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Conforme el tiempo transcurre y mis deseos, ilusiones y proyecciones del futuro se han malogrado mi fe se ha ido deshilachando, se ha roto y la he cosido de nuevo en repetidas ocasiones. El tema de la fe es para mí el de la esperanza y la verdad a regañadientes ha acabado otras veces con esa esperanza. Soy un hombre culpable porque rasgó su destino y lo que ha venido después ha sido consuelo, intermitencias de un futuro que si bien no se vislumbraba estaba pleno de esperanza. Fe y esperanza han caído en desuso, acribilladas por el transcurso del tiempo. Y hablo de mí. Tal vez no debiera. ¿Qué gran escritor moderno pone al sujeto en primer término? No uno interesado en el trabajo artístico del lenguaje, del poema como objeto. ¿Entonces aquí la palabra sucede como residuo de mi experiencia? No lo sé. Sin duda quisiera que estas palabras evocaran la fe y la esperanza derrotadas. Escribo porque las he extraviado luego de presenciar las golpizas que han recibido, presenciado y actuado esos golpes. Es cierto, escribo investigando mis pensamientos. Estas palabras suceden como sucedáneos de la palabra reivindicada en su ser materia, en su estar separadas de la realidad. Y ni siquiera lo escrito es realidad. ¿Pero qué es la realidad? ¿No forma parte del signo en su propiedad referencial? ¿Qué son las emociones que nombro sino solo palabras, nombres? ¿Quién soy yo sino un improvisado sujeto lírico, el enunciado de este entramado de confesiones que convendría omitir si deseara ser un escritor moderno? Y entonces, ¿por qué las palabras?

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Escribo con la certidumbre de que regresaré después a editar la forma, a borronear las palabras o las emociones confesadas con el bisturí de lo objetivo dentro de lo posible, e incluso del ritmo o la aversión al mucho hablar. Escribo a sabiendas de que haré un montaje posterior que reúna estos fragmentos para evitar cualquier interpretación de sentido lineal. Las costuras están aquí, de cualquier modo. No me preocupa que se vean, solo mostrar el trabajo de un lenguaje y no el de una emoción. Tal vez debiera conservarlo todo. Sería sincero. Tal vez la sinceridad sea otra emoción a omitir a menos de que resulte verídica. Estos trozos de texto, de texturas, formarán parte de un conjunto orgánico hecho de retazos. Su sinceridad es solo otro recurso retórico opcional.
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Para no ahondar o escarbar en el mismo sitio con las palas o palabras en la conciencia, busca uno tesoros enterrados en distintas locaciones de la memoria o los pensamientos que van pasando. La dificultad de buscar tesoros estriba en que no se cuenta con mapa que indique el menor vestigio. En una ocasión un tío encontró en casa de mis padres en Cocula una moneda antigua, rectangular, de 1810. Quién sabe qué habrá sido de ella, se la llevó consigo a Los Ángeles —y literalmente, porque murió hace un par de años. La halló utilizando un aparato detector de metales. Si uno pudiera usar un detector de líneas temáticas en su propio cerebro. Como no ocurre de esta manera, la conciencia fluye, escarba aquí y allá, sigue rumores, se enfrenta con sus propios fantasmas. Es lo que decían en casa de mis padres: que fantasmas resguardaban el tesoro enterrado. Quizá sea uno fantasma de sí mismo.

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Algunos críticos, poetas lingüistas que me agradan sobremanera —como me ocurre con un buen tratado de lingüística— recurren a la supresión del sujeto en la escritura, así como de la intención referencial, a la que le ponen trampas en sus propios poemas. Son poemas-objeto interesantes, que sin duda despiertan emociones. La vivencia se encuentra en ellos desplazada, ya que en realidad no suprimida. Se adivina el velo, en la estela que deja el poema al pensar. Solo que también encuentro varios monstruos del poema que deben su energía, su carga lingüística a causas telúricas, inmersiones en la vivencia de sus pueblos, sus comunidades, la lengua en acto. Gonzalo Rojas es uno de ellos. El impulso de su palabra es anterior a ella, palabra que regresa a su origen social, humano, sonoro. Es que no comprendo por qué separar en laboratorio la electricidad vital. No creo que ocurra del todo tampoco en estos poemas al borde del lenguaje. Sin embargo, es un gusto ir de aquí allá. Con todo y que algunos quieran que tomemos una postura en pro o en contra de cualquier cosa, que combatamos un perenne enemigo invisible. Mi enemigo soy yo. De ahí en más, cualquier postura o vislumbre de idea es para mí objeto de exploración. Soy muchos y esos muchos no residen en mí, me son, me hacen, me trazan insatisfecho.

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Hojas secas entre las grietas de la banqueta. Hierbas apresurándose a salir de la descompostura. Bien, ese es un invento mío. ¿Pero qué pensamiento no lo sería? Continuemos. Hierbas como dedos, delgados brazos queriendo alcanzar el aire de la superficie, saliendo dela tierra oculta por cemento, respirando por esas rejillas abiertas hacia el origen de todo: la tierra. Hojas secas bajo árboles de clasificación indeterminada. Algunos pinos, rictus, un guayabo. La ciudad de cemento tiende a doblegarse ante la naturaleza que pretende dominar. Es el tiempo, su continuo paso. Una vez iba caminando por la colonia Americana cuando llamaron mi atención los chillidos de unas ratas recién nacidas, acurrucadas entre la banqueta rota y las raíces de un árbol que pretendía —pienso— protegerlas. No pude evitar sentir ternura. Tan lejos de l horror de encontrarse con uno de estos roedores recorriéndote la pierna de noche. Sí, eso ha sucedido. Continué caminando, en el entendido de que los animalitos serían asesinados por la mano de algún vecino o las autoridades sanitarias. La ciudad es monótona pero a veces presenta sorpresas sutiles. Y ello resulta a veces de la aparición insospechada de la naturaleza latente, oculta. La ciudad es como un gran jardín de piedra, una capa de asfalto que nos protege del estado salvaje del que somos parte. Hasta que el instinto diario nos impele a ser fieles a nuestro origen. El asfalto es una interfaz que impide ver cuan inmersos estamos en la negación de lo que somos, en la animalidad que se vuelve contra nosotros a la menor oportunidad. Solo que cada vez perecen más árboles. Y brotan nuevos edificios. Tendemos a la verticalidad y también a destruirnos. A esto le llamamos modernidad, posmodernidad. Hojas secas, grietas, raíces al paso.

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Identificar imaginarios urbanos, desmantelarlos.

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M 29 03 20

jueves, marzo 26

Pistas imaginarias

La uvé ha perdido entre diente y labio
el impulso del aliento que traspasa los dientes
y hace huir la carnosidad ensalivada,
la empuja hacia la nada pasajera.
Quién diría que el lenguaje escribe,
no dicta, direcciona a través de pistas
imaginarias, inusitadas o afiladas contra
el muro de contención de los significantes
que no acaban de librarse, como perros mojados,
de la humedad referencial.

miércoles, marzo 25

Lenguaje y realidad

Se supone que para muchos la poesía trata de la vida, para otros es una estimulación del lenguaje o un incidir en él desde el borde. No puedo concebir al lenguaje fuera de mi realidad. Tendría que localizarlo mediante una fórmula que lo abstraiga o un esquema matemático. Lo cual no es para nada irrelevante. Es necesario indagar en la lógica o la ilógica del lenguaje, cómo este lenguaje adquiere la etiqueta de poesía. Ya no digamos poema. La poesía que puede estar en un poema, en un cuento, un tratado. Cuando esa es la intención. Estoy consciente de que mucho de lo que he escrito cabe dentro del esquema gramatical del lenguaje, de la tradición poética. Incluso cuando he omitido la metáfora o la intención metafórica. Hay quien actualiza a la modernidad sus poemas llevándolos a hacer una reflexión crítica de su propia constitución: poemas líricos que critican a la lírica, poemas amorosos que ironizan el tema. Aunque formalmente sean tan tradicionales como el resto. La autoflexión del poema es ya una actitud de la modernidad, sin embargo la mayor crítica a la tradición poética se da en la estructura o la consecución de otro tipo de pensamiento en el poema, de otra lógica discursiva. Emplear en el poema las mismas herramientas para ironizar la repetida utilización de esas herramientas puede de cualquier modo agradar a un gran público e incluso ser engañoso. Pero es una herramienta válida si las hay.


M 25 03 20

domingo, marzo 22

Materia verbal

Qué importa lo que acabo de olvidar. Si la noche es oscura porque cierro los párpados o si lo sigue siendo con el sol reivindicando la ventana. Ayer no había nada junto a mi ventana, y hoy, desde la tierra húmeda de dos macetas, parecen estirar hacia el cielo sus pies de bailarinas dos plantas largas y sin flores aún, sin bocas o, más precisamente, sexos, coloridos sexos. Hay quien tose, hay quien mira la tele —se oyen pasos detectivescos, los destellos de voces de otra época que resurgen—, quien vuelve a toser para revivir el déjà vu o descansa los huesos sobre la sábana blanda de sus pensamientos. Qué piensa el poema, cómo piensa, y si lo hace, ¿piensa el olor de la habitación?

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Desde dónde habla el poema, desde quién o desde quién no. En el borde de la lengua, es imposible no encontrar una manera de decirlo, de desdecirse de ser necesario. Todas las facultades de un foco ahorrador de 60 kilowatts no logran hacerte desaparecer en los puntos negros, digitales, huecos como el espacio entre los planetas, el de la página electrónica qué hila la textura de una luz con otra. “No sabía de qué le estaba hablando”. Off.

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La poesía requiere trabajo.

Echamos a andar la materia verbal, ya tan vapuleada por el uso de los siglos, los milenios, confiados en que aparecerá renovada en cada ocasión. Y allí está, cubierta de óxido, del óxido mismo que se convierte en la razón de ser de la poesía moderna. La historia de la poesía exige una muestra palpable del paso del tiempo, de la existencia del tiempo. El interés de la obra se traslada hacia los puntos, las zonas que resistiendo, han cedido al desarrollo de los fenómenos que les inciden, de los que son parte e impulso en ocasiones. ¿Qué exige la poesía moderna hoy en día? ¿Qué requiere un poema para ser moderno, para ser leído en la clave del presente?

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M 22 03 20

sábado, marzo 21

Escribir, ciudad

La ciudad es mucho más que autos y semáforos, la ciudad es también naturaleza en trozos. Pequeños jardines, trinos no sé si de zanates o de golondrinas o qué especie revolotea entre los árboles. Los árboles: ¿qué nombres ostentan? Pero ellos no tienen nombre, no se han nombrado a sí mismos. Solo reverdecen o se secan, florecen y se extienden o son indiferentemente atacados por plagas que naturalmente se van extendiendo si el hombre nada hace. Formar la ciudad ha sido también hacernos cargo de su naturaleza, arracimada en prados, parques e incluso en las resquebrajaduras del pavimento, las junturas o los baches en el asfalto. Recorrer la ciudad es avanzar entre sombras de árboles que en ocasiones se abrazan de lado a lado de la banqueta. O pasar por calles desiertas donde los árboles son apenas una ausencia, una omisión, un vacío tapiado con cemento.

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Los pliegues de la cortina se acentúan conforme el sol va ascendiendo a su cenit. Cerrada como está, no alcanza a velar el sol que entra por entre sus texturas translúcidas y la puerta del estudio con toda su potencia amarilla. Permanecer sentado en el escritorio es también un estar, ser un oído, un campo de recepción de la vida invisible por las paredes que me rodean; audible.

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 No tengo idea de adónde voy.

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El camión de la basura hace su entrada triunfal en la bocacalle. Los cencerros le dan su carácter de perentoriedad, e urgencia. Hay que salir a cargarlo con desechos, con los desperdicios de lo que por alguna razón llamamos vida. Papeles con los líquidos que han dejado ser parte de nuestro cuerpo, residuos de comida que nunca formará parte de nuestros huesos, venas o pulmones. Impresiones de escritos tan valiosos como la comida que se aglutina en la rejilla de la tarja en la cocina.

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Escribo, no importa por qué ni para qué. No puedo igualar a aquellos que podrían ser mis modelos. ¿Pero cómo pueden serlo si no los he leído? Bernardo Soares, George Perros, Paul Celan, Michaux, se vuelven nombres queriendo significar algo para mis adentros en el cerebro. Guardo una imagen de lo que escribieron, pero ignoro qué rumbos tomaron las letras en sus manos, qué sucesión o secuencia se vio afectada por sus reflexiones, ironía, carácter sintético. También podría tomar como modelo la forma de trabajar de Luis Eduardo: elegir un tema y abundar sobre él con poemas que se interroguen a sí mismos, que ironicen la experiencia del poema, su concepción misma, y que además orbiten una temática aunque sea a manera de deconstrucción: Armenia y otros. Como si estableciera pautas, límites a la poética que me servirán de apoyo para saltar hacia nuevos límites. Lo que comprendo es que deseo escribir, que mis dedos hablen en el pulso del teclado, que las imágenes se interconcecten en mi cerebro sin preocuparme por la calidad de lo escrito. Aquí en la página electrónica o en el papel, en cuadernos u hojas sueltas. Por lo pronto, un programa de lectura, de reflexión. No para imitar los pasos, sino para evitarlos en un paseo a ciegas.

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Escribir. Es lo que finalmente salva. Escribir. No juzgar a las personas, no tan solo describirlas. El lenguaje se hace visible y vivible. Probar mis límites, apoyarme en ellos (como ya saben quién) para saltar al vacío.

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Me pregunto si algún día escribiré Los Perros. Esa novela inconclusa, ese proyecto que de haberse publicado en su momento hoy estaría muerto, echado en el cajón de la autoconmiseración, del gesto petulante.

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Sin embargo su espíritu permanece en algún punto de la memoria. Los Perros fue una manera de indagar en mi mente las posibilidades de una escritura –ahora comprendo—siempre en ciernes. Fue el método, el recurso para mantenerme conectado con el presente que iba cayendo a pedazos tras de mí. Me pregunto si solo soy un autor lírico o si seré capaz de sumergirme en la piel de otros personajes. Escribir es lo que salva, escribir es dejarme decir.

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M 21 03 20

viernes, marzo 13

Ventanas


La habitación en la que ahora me encuentro se conforma de paredes rugosas. Entonces,

¿Qué hace a una habitación? ¿Qué sea habitable? ¿Los muros que la circundan y establecen sus límites? ¿La ventana que traspasa el espacio para que la vista intervenga hacia el patio o la calle? ¿O que el paisaje entre por esa abertura?

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A las ventanas siempre les falta algo, de ahí que nos asomemos a través de ellas, intentando completarlas. Son el espejo de nuestro propio vacío que busca llenarse de la estética exterior, de lo entrevisto, del mundo cambiante en medio de muros que parecieran ser estáticos pero solo se degradan con mayor lentitud.

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¿Qué significa una ventana?

¿A dónde me lleva la rugosidad de las paredes?

¿Por qué una mancha en el vidrio de la ventana me regala perspectiva?

¿Por qué usar sombrero?

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M 13 03 20

Hay un yo lírico encerrado en todo esto

Persiste en la derrota y en el triunfo,
se deja acariciar por extraños y muestra los colmillos
ante la crítica más severa, ante los modosos reseñistas.
No le agradan las fastuosas revistas de moda,
aunque le encanta ganar algunos pesos si se los ofrecen
con cortesía. Hay un yo lírico escondido en todo esto
que hace de las suyas en contra del poema inacabado,
de la estructura fragmentaria y de la hemodiálisis
a la que se someten los versos de laboratorio.
Hay un yo lírico encerrado en todo esto, a veces
persigue al joven de la pizza, a la niña de los volantes,
al carnicero que lo mira con desprecio,
afilando su cuchillo prosódico.
Hay un yo lírico encerrado en todo esto:
alguien sospecha de sus motivos ocultos,
las pistas que va dejando
tras de sus crímenes.

viernes, marzo 6

El arte del suspense

A casa viene a visitarnos todos los días

un hombre con disfraz del oso yogui.

A veces usa un tónico de invisibilidad

y nos observa desde el sillón donde se oye

cómo juega videojuegos o escucha a su influencer favorito.

Quarq es una de sus palabras predilectas, la repite

para sus adentros como una guacamaya

mientras piensa cómo arrancarnos

la garganta, cómo aplastarnos de un manotazo.

Cuando no le vemos, percibimos la marca de su gran peso

en el sillón roto de la sala. Otras veces

hace graciosos bizcos detrás de la máscara de aire

que le colocaron los niños mientras roncaba.
El hombre con el disfraz de oso yogui habla y habla de sí mismo:
no hay tema que no provenga de él

o no vaya directo a él.

El otro día fue tan bondadoso que interrumpió la conversación

para aleccionarnos sobre la humildad

poniéndose de ejemplo.

El oso yogui no llega a robar nuestra comida, aunque pudiera hacerlo,

¿pues qué caso tendría?, ¿qué sentido el suspenso?

El oso yogui elige a un miembro diferente de la familia

para hacerle ver que todos

están equivocados. Su acompañante

es un androide programado para aplaudirle

si nadie más lo hace. Y nadie lo hace.

Estoy a punto de dirigirme a la cocina.

Sus ojos invisibles

se clavan en mi cuello.



Elogio de los huevones

Para Alex, Carlos y Noé

Huevón es aquel al que le pesan tanto sus órganos masculinos o femeninos que resulta incapaz de levantarse de su no lugar en el mundo. Huevón, mi semejante, mi prójimo. Te llaman así los envidiosos. Tu actividad es en verdad tan grande, tan primorosa, que se les escapa de las manos con todo y su gramaje hormonal. Deja que ellos dignifiquen con su orgullo el vilipendio al que son sometidos durante su jornada de ocho horas en un ambiente de intrigas y de chismes, doblando turnos, en actividades que alguna vez prometían significar algo y demostraron ser no más que acumulación de horas inhumanas, infravaloradas, en realidad sin valor. Ante su resplandeciente andar cabizbajo y subordinado, el gesto altivo de sus jefes y el ninguneo de sus compañeros de trabajo(s), te ven a ti, ocioso, huevón, como una amenaza a la idea que tienen de sí como hombres o mujeres de provecho. El sueldo de cada quincena les justifica la existencia. Ah, la heroicidad de la oficina. Y todo para arrogarse el derecho a ir de compras en esos lugares comunes a la gente del siglo. Tanto te pesa levantarte para atender la obscena llamada que ofrece un nuevo crédito, caminar para abrir la puerta que tocan con insistencia perruna, enarbolar la bandera del chambeador. Como haces lo que quieres, eres un peligro que pone en duda la productividad de los convencidos de su sitio en el mundo, de los que se arrogan la estúpida felicidad de ser irremplazables, al contrario de esos otros que no avanzan por huevones. Obvio, el empleado del mes finca su felicidad en la esperanza de ser otra vez elegido, felicitado, palmeado en cuanto vuelva su turno en el carrusel de los aplausos. Y es que la huevonada, esa palabra nada sutil para denostar a la ociosidad como un despojo del tiempo, termina por ser crítica del esforzado por caerle bien a sus jefes, por estar en el pináculo del reconocimiento oficinesco, de aquel que entre más se soba el lomo realizando tareas que ingenuamente piensa necesarias más gasta en tonterías. Huevón, tú sí que sabes aprovechar el tiempo. No tiene caso trabajar, esto lo comprendes a mucha honra, mejor que nadie. No vale la pena si no es en favor de ti mismo. Al fin y al cabo, el que no ha sido huevón da hueva. Bien que lo sabes, huevón que en algún momento de tu ligera existencia experimentaste ser un héroe, un patriota de lo mismo, ese al que ahora —si no te diera flojera— mirarías con lástima. Lo inútil es desperdiciar el contado tiempo repitiendo el ritual de los días y los años. Y, por si fuera poco, el colmo del sacrificado trabajador es pensarse superior al huevón, aunque estar en tu lugar, así fuera por un breve instante, le revelaría la futilidad de su aureolada vida.