Ser original no es precisamente negar las múltiples voces con las cuales convivimos, sino saber distinguir nuestra voz de entre todas, pero saber también que nuestra voz surge de otras voces y con ellas se relaciona.
Según Kandinsky, cada cultura produce un arte nuevo, hijo de su época. Hoy cabe agregar: cada uno aporta lo propio de acuerdo a la relación que mantiene con su realidad –una realidad temporal, cambiante, diversa. Cada obra manifiesta una concepción diferente del mundo. Al trabajarla, lo que se busca es limpiarla de timbres ajenos que dificultan su comprensión.
La influencia de otras voces es tan inevitable como deseable: heredamos las facciones de un rostro que cambiará de acuerdo a sus circunstancias. La aceptación de esa deuda con la tradición, una aceptación que al cabo no se resigna y además abreva de su propia memoria –aquella memoria personal que a fin de cuentas se torna colectiva–, hace de un hombre un hombre de su tiempo, si bien diferente a los de su tiempo. Quien bebe de su propia fuente, sin negar sus deudas o contribuciones, ha encontrado su voz, una voz que cambia en el transcurso de la vida, que siempre está por descubrirse.
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