domingo, febrero 20

El gran libro del mundo

Por medio del lenguaje, principalmente, es que conocemos el mundo. De muy niños absorbíamos las cosas lo más posible con la boca, con las manos, las rodillas, los ojos atónitos: chupábamos lo que estuviera a nuestro alcance, comenzando por nosotros mismos; andábamos a gatas y así descubríamos el suelo vedado a los adultos; empezábamos por caminar y pronto los tropezones ya formaban parte de nuestras diarias experiencias. El sabor terroso del barro, el pequeño lago convertido en remolino dentro de un cuarto de azulejos que parecía inmenso, los colores que aventurábamos en las paredes, a semejanza de los trazados en Altamira. Lo dicho por los mayores era sólo borucas. Quién sabe qué querían decir con su alboroto, su tanto hablar. Y abajo, desde donde el mundo nos era tan sorprendente, en el raso suelo donde nos gustaba ensuciarnos, la vida era otra: texturas, olores, visiones nuevas. Conforme las cosas fueron reduciendo su tamaño, a medida que el suelo, del que tanto aprendimos, fue quedando como un paisaje a la distancia, empezamos a reconocer el entorno mediante otra manera propia del lenguaje: la palabra.
Las palabras nos referían a aquello que antes apenas si conocíamos por las sensaciones inmediatas que nos proporcionaba. Pero la mayoría de las veces esa mezcla de sonidos carecía de alquimia, existencia, ser, como ojos de vidrio que no miraban. Les faltaba formar parte de nuestros juegos; podían amontonarse en una pila y ser quemadas sin perderse absolutamente nada. Entonces, o quizá ocurrió desde siempre, como por un asunto mágico que ignoramos a quién o a qué se lo debemos, descubrimos que en ocasiones las palabras sonaban de manera distinta a la habitual y que creaban de por sí una realidad independiente. En algún momento supimos que a aquella experiencia algunos la llamaban poesía: las palabras eran el mundo, el mundo que quiso conocer Descartes sin creerle nada a nadie más que a sí mismo, a la vez que un mundo ilimitado en su gran lectura simbólica.

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