sábado, febrero 24

Vivencias

No he podido detenerme a pensar realmente dónde estoy parado, a qué demonios les debo estar aquí, ahuyentando los buenos deseos y los no tan buenos, los drásticamente malos no en un sentido moral, sino lógico. Pensamientos que no terminan por concretarse, asirse a la memoria, como si la memoria, esa colección de recuerdos falseados, significara algo. Como si el significado de verdad tuviera importancia en este transcurrir los segundos que llamamos desperdicio. Estoy recostado en la cama, escribo en mi iPad mientras miro mis pies uno recostado en el otro. Son grandes, las venas los circulan de extremo a extremo. No sé qué haría sin ellos. Vi el video de un niño pequeño que comía con los pies, quizá sorprendido de ser filmado en un acto tan natural. Tomaba la cuchara entre los dedos gordo y anular para echarse el bocado. Me pregunto si se chuparía los pies luego de darse gusto. Ese acto por sí mismo nos puede parecer repulsivo, pero a él, que solo tiene pies y no manos, seguro le resulta natural. Los pies le son útiles doblemente, exponencialmente. También recuerdo a una chica que apareció en las páginas del Reader’s Digest: un tiburón le dejó sin brazos mientras surfeaba en una playa de California, una chica heroica -como todos de quienes hablan en esta publicación- que fue capaz de levantarse tras esa desgraciada ola de acontecimientos que sucedieron a la pérdida de sus brazos para situarse al volante de su camioneta van en la que iba por los niños a la escuela. Pero yo tengo pies y brazos y nada de heroicidad. Estos pies sienten placer ante el clima cálido y también con el frío, descansan cuando les doy un pequeño masaje y son agradecidos al momento en que los desalojo de zapatos. Así, estáticos, encuentran su lugar en el pequeño mundo circundado por estas seis paredes cúbicas. Son incapaces de tomar una cuchara o un tenedor entre sus dedos. Y si tuvieran que hacerlo en caso de que mis brazos fueran abducidos por extraterrestres ávidos de experimentar con piezas humanas, mirarían con envidia al niño y a la chica sin brazos que han seguido con ilusión el transcurso de sus vidas, si hacemos caso al Reader’s Digest y a los videos más vistos de Youtube en marzo del 2018. Tanto tiempo ha pasado y no soy el mismo de hace diez, catorce, veintiún años. Pero qué son esos recuerdos sino alfileres, punzadas que desatan cierta nostalgia por sucesos quie quizá no fueron como los recuerdo. ¿Por qué en muchos de mis recuerdos aparezco de cuerpo entero, me miro el rostro, si en la realidad apenas si veo mis brazos, m torso y mis pies a cierta distancia? Alrededor de mí, los libros apilados, desordenados, una multitud imposible de asir en lo individual ahora que el tiempo se ha vuelto objeto de primera necesidad. Todos estos libros cabrían sin dificultad en mi Kindle. Ahí quisiera meter también los recuerdos que lastiman, aquellos que en su momento fueron materia de presente, atención, experiencia sensorial. El hecho es que estoy rodeado de pensamientos de otros, pero primordialmente de palabras vivas de personas en su mayoría muertas. Y los muertos son buena compañía, uno a uno. También sería útil tirar libros pésimos a la basura. No comprendo por qué me he armado con ellos de mudanza en mudanza. No solo despojaron a un árbol, además invaden espacios de mis libreros, y me dan vergüenza. Muchos regalados, presentes sin presente ni futuro. Tiliches, desperdicios. Como las películas que compramos y jamás volvemos a ver. Es todo una acumulación de objetos que nos desprenden de la situación biológica de ser cuerpos sangrientos y pulsantes. Como si importara la cantidad de libros leídos o su simple presencia nos hiciera vivir de nuevo a través no solo de la memoria, también de su distorsión, su evocar imaginarios. Un poco de eso hay: vivencias recreadas, rearmadas a conveniencia.

N 24 02 18

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sábado, febrero 17

Sexto día

Nada relevante este sábado a punto de caer.
El polvo en la lámpara, el clóset abierto,
el librero atascado de páginas sin leer,
signos extraviados.
La bandera tras la puerta, la puerta
ni cerrada ni abierta.

miércoles, febrero 14

Pretexto

Quizá mi lugar en el mundo sea escuchar

hendirse las teclas lentas o rápidas

con esta tipografía Calibri Regular 11.
Los autos en la calle, las vibraciones del piso,

un claxon agudo, la serie de detectives

en la habitación de al lado.


sábado, febrero 10

Práctica del tango

El profesor me hizo bailar con una escoba, luego con dos que simulaban la posición correcta de este baile donde el torso ha de permanecer fijo, inalterable. Los brazos me dolieron el primer día. Mi compañera de baile improvisada, la de carne y hueso, suele adelantarse en los pasos, es mucho más principiante que yo. Lo hace porque no soporta la idea de que un hombre la dirija, ella debe estar en control. Pero nadie está en control de nada en la vida. Ni yo con dos escobas en las manos que saben seguir indicaciones.

M 10 02 18

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sábado, febrero 3

Soy adicto a los diccionarios

Me da pena decirlo en público desde que en una ocasión –ah, los tiempos de la preparatoria– la novia de un amigo se escandalizó ante mi entusiasmo por abrir el libro y buscar palabras con gesto de satisfacción mientras descansábamos sobre el pasto húmedo en el Parque de las Estrellas. Nunca más volví a mostrarle a nadie mi mal hábito, y cada vez que tenía la necesidad vehemente de sacar de su escondite mi Larousse ilustrado de pastas azules, volteaba en todas direcciones para cerciorarme de que nadie era testigo de cómo recorría la yema del índice por entre la traslúcida página de arroz para hallar, por ejemplo, la palabra bifurcado. Esta palabra fue una herencia directa de El jardín de los senderos… de Borges. Es más, acuso a Borges de ser el culpable, el verdadero, de esa manía que no he podido erradicar ni aunque haya conseguido ser aceptado en este grupo de Adictos al Diccionario. Sé que algunos de ustedes suelen indagar vocablos de corte científico como corolario, segmentación o fisionomía. Otros se embelesan con tocino, almendra, alcachofa. A mí me apasionan aquellos que nunca antes he escuchado ni leído y considero un reto menor, si bien no por ello menos valioso, pronunciarlos frente a los niños esperando que no lo perciban sino como juego, que mi charla sea producto de la naturalidad y el desparpajo. Desparpajo es una de mis palabras predilectas. También predilectas. Y a rajatabla. Otras que no me dejan dormir desde hace años de solo repetírmelas y saborear su efecto evanescente han sido devenir y cohabitar. No habitar, sino cohabitar. Incluso escribí un poema en el MS-DOS de mi computadora 286 con esa palabreja: “al amanecer ellos cohabitan sus recuerdos”. Entonces todavía admiraba la rancia belleza de la poesía y hasta me obsesionaba con la musiquita interna que despierta la psique cuando proliferan los ritmos y las vibraciones de las cuerdas vocales al decir, pronunciar, poner en entredicho ciertas sonoridades. Eso ya carece de interés para mí. La poesía va y viene, pero las palabras… el Larousse azul de más de mil seiscientas páginas y términos en múltiples e insuficientes géneros y modalidades ocupa un lugar de mayor categoría en mi librero que la Biblia, el objeto de culto que en la familia recibe a diario las cálidas caricias de una veladora y la devota custodia de imágenes cándidas. Si lo supieran los maristas con los que estudié, alzarían el grito al cielo. Cielos... recuerdo otro de mis desaciertos vitales, consecuencia de los malhadados concursos de la secundaria: la ortografía. Qué angustia esperar año con año el veredicto de una academia colonialista y monárquica, aun y cuando me declaro ferviente demócrata, seguidor del revolucionario Sarmiento en cuanto a libertades del lenguaje, mientras abomino del pesado Bello que tanta desavenencia ha causado con su ortodoxia (una palabra en serio que ortopédica) a nuestra sintaxis. Pero he tomado fuerzas de la debilidad y la vergüenza para hablarles a ustedes por primera vez en décadas de la perniciosa costumbre que aqueja a cuantos nos hemos reunido después de tantas horas y días de ansiedad. Lo repito sin ambajes: soy adicto a leer palabras en el diccionario, al olor de su tinta impregnada en el papel e incluso a las serifas o palos secos de su tipografía, y se me llena de sangre el corazón cuando recorro los fonemas silabeando al derecho y al revés con lentitud de ánfora o de babosa o de nube o de burócrata sus texturas microscópicas. Por cierto, ya que algunos de entre nosotros han compartido generosos sus propios y perversos giros de la lengua, no veo por qué ocultarles que de vez en cuando, de adolescente, hojeaba furtivo la Biblia para detenerme ante el hallazgo: sustantivos excéntricos, presas fáciles para el diccionario. Nefilim, jeremiadas, fariseos. Nada como paladear, conjeturar con sus imposibles desinencias (otra palabra sugestiva, tanto como la palabra sugestiva). Lo digo en confianza. Imagino que en este momento quisieran consultar su María Moliner, su Clave o incluso su Wordreference en el celular. Quizá no se atrevan porque estamos aquí para sanar nuestra enfermedad. Pero créanme cuando les advierto de esas finas modulaciones de significado que distinguen a ciertas palabras subversivas, como acechar y asechar. Se sonríen, lo sé, porque comprenden de qué les hablo.