Tengo la sospecha de que quien ningunea ha sido ninguneado en otras ocasiones, por lo que ha decidido ser Alguien a costa de que otros sean nadie. Ese nadie debe saber que no es un interlocutor pero sí el objeto del ataque: una sombra accidental. Ser indiferente al otro es carecer de sensibilidad hacia los demás, quizá ser distraído o carecer de interés, pero ningunear al otro no es ser indiferente a su presencia, sino que su presencia, su ser, le estorbe de tal manera al ninguneador que decida poner en blanco todo rastro de aquella personalidad para arrojarle sin más al grupo de los incapaces que molestan con su continua ansia de estar ahí.
No es que la otra persona no exista, sino que, existiendo, el ninguneador le resta la suficiente importancia como para hacerle ver que nada significa. Y no basta con que se le ignore, se le difumine o menosprecie, merece que los otros también le resten valor, le volteen la cara, sean ajenos a su molesto respirar. El ninguneador ensalza a otras personas con las que congenia, les hace saber ante quien aborrece que ellos sí son alguien, que ellos sí pertenecen a un selecto grupo social, que ellos sí tienen las cualidades necesarias para ocupar un puesto, un lugar entre sus amigos, admirados o elegidos. El ataque es oblicuo para que el ninguneado se dé por entendido, para que no responda a quien no le habla.
El ninguneo es, después de todo, una herramienta de manipulación. Su propósito: reafirmarse a costa del otro. Si bien conlleva una tragedia para el ninguneador, ya que tanto necesita ningunear al otro que termina por —paradójicamente— visibilizarlo (no hay mayor afirmación de la existencia del otro que el ninguneo que se le practica). Los ninguneados son piedras en el camino que el ninguneador usa a modo; lo importante es el camino que hace con ellas. Deben saberse piedras, meras piedras que no merecen ser consideradas sino como tales. Por ello les da la espalda, no están invitados a la fiesta. Lo más probable es que el ninguneador haya hecho un descubrimiento: el ninguneado pone en riesgo la imagen que tiene de sí mismo. Ante esta desagradable evidencia, practica con cierto regusto una y otra vez la humillación para que los mismos ninguneados, los borroneados, se retiren sin que en adelante haya que enfatizarlo. Será necesario que se les ningunee reiteradamente, hasta que aprendan a difuminarse, desconcertados: fuera del concierto armonioso de los hechos en que sobran, son desechos. ¿Qué necesidad tienen de que se les dé la espalda una y otra vez, de que se los haga a un lado con el codo para marginarlos en la foto? ¿Es que no han aprendido a desaparecer? Piensa el ninguneador: “Vomito el significado de aquellos a quienes ninguneo, un significado que me agrede por solo existir, porque me caen mal, porque alguna vez recibí de ellos algún desprecio o indiferencia —real o ficticia—, porque son buenos en algo o porque se me da la gana y ya, porque yo solo me trato con gente a mi modo, con quienes saben vivir la vida como yo, no con esos que son mero estorbo”.
Ritual social, es el ninguneo una afrenta al otro, a ese otro del que se abomina. El truco está en que sea consciente de qué tanto es nada. El ninguneo tiene que ver con que esos nadie sepan que no deben apartar un sitio en la mesa, no deben ocupar un puesto en el trabajo, es imposible que alguien sea capaz de darles un lugar a menos de que sea otro nadie, otro más que se le una para poderlos ningunear en conjunto, hacerles ver la nada que son, que deben sentirse, los nadie cuya existencia inexplicable el ninguneador aborrece porque en ellos proyecta su propia nada, la nada que cada uno terminamos por ser en este mundo que sigue una trayectoria indiferente.