viernes, marzo 29

Carta de creencia

Emerjo por la escalera eléctrica irradiado de estupor y simulacros. Acá se es peronista, kirchnerista, bolivariano, montonero sirviente del ex Dictador o del Imperio. Se es homófobo o se vota por Cristina, se es idólatra de Messi
o se perece. En las redes Bergoglio y Maradona completan la santísima trinidad. Chespirito es una constelación. Yo ando volátil entre los recovecos de Florida.


N 29 03 13

La Niña de Oro, 29 de marzo

*

Pizzería Génova

Me he afirmado tras esta vidriera
como la única sombra
que se observa a sí misma.
Medito el paisaje,
extremo providencias
ante el deterioro,
garabateo en el cuaderno, estornudo,
en pleno otoño doy de alta
los mecanismos pobres
de mi cerebro asesino.




domingo, marzo 24

Retazos porteños II



Sábado 23 de marzo

Fui esta noche a cenar pizza con Fernando Domínguez. De pronto el solo registro de los hechos en sucesión me da una flojera terrible, unas ganas tamaño Imperio de hacer rodar días como cabezas enemigas. Fernando es un director de cine incipiente. Y lo digo así no por hacer menos su labor, pues su única película filmada hasta el momento es un derroche de visión original y sabiduría plástica.
Puedo apreciar de nuestro encuentro, desde que subí a su auto, su descripción de la escena poética del Buenos Aires de los noventa. Y su entusiasmo me entusiasma, se me contagia de puro ir vadeando a otros autos por Santa Fe y pescar lo más posible nombres y situaciones. Nombres: Juan Desiderio, Martín Gambarotta, Alejandro Rubio, Daniel Durand, Fabián Casas… Washington Cucurto llegó después, con fuerza metálica.
Y más, en realidad fueron muchos más, para dar una idea de la vida de estos muchachos que no estaban más interesados en las drogas que en la poesía o liarse a golpes. Poemas recitados para un público temporal, nunca consignados, poemas que desaparecieron con el tiempo como eslabones perdidos de una trama de la que conocemos aquello que persistió pero que fue parte de algo más, una serie de voces en eclosión.
Quizá lo más valioso, a nivel vida, intensidad literaria, sea este conocimiento de todo lo que siempre ignoraré, y muchos más, de una generación que partió en dos la percepción de una escritura marginal como es la poesía, esa irrupción de actitudes rebeldes a ser presas del registro.


Domingo 24 de marzo

Ayer, antes de salir, limpié la cocina hasta el pulimiento. Dormí a las seis de la mañana, leyendo a Giannuzzi, a Merini, a Gambarotta. En desorden, a intervalos. Miré distraído alguna serie televisiva, cené los frijoles –alubias- que cociné con cierto orgullo de neófito.
Levantón tardío. Mastiqué en un restaurante infame y caro el peor vacío de mi historia argentina. Pensé en redimir mi paladar y caminé más allá de la estación Palermo por Santa Fe a La Niña de Oro: probé el preparado de café de la casa, con cognac y chantillí. Nada mal. En el camino había conseguido dos extremos ideológicos: Página 12 y Clarín. Los devoré para quitarme el mal sabor de boca que persistía en esa tarde.


Viernes 22 de marzo

Asistí a una lectura de múltiples voces organizada por Embalse, un movimiento de jóvenes mayoritariamente de los ochenta. Cadencias, registros de la ciudad y de vidas personales, cotidianidades. Estaban en venta libros de Vox, la colección Chapita… Fiesta, música, en el patio de una casa antigua acondicionada para el encuentro. No cabíamos. Allí poetas como Mariano Blatt, Paula Peyseré, Matías Heer (aunque no sé si llegó él), Mercedes Halfon, Vitoco López. El público… sentados en el piso, de pie, bebiendo, escuchando. En las fotos de la memoria en fb no aparezco, lo que contribuye a sospecharme un espectro presente desde el armado de la lectura y que abandonara el lugar sin apenas algún signo de materialidad. Me siento virtual, esquivo. Ya no sé si regalé Metrópolis y boletos de Poesía en Tránsito, compré libros, charlé, bebí y dispuse el oído, cené hamburguesa con Vitoco en un puesto peruano del Once. ¿Algo queda?

La conversación es un juego de billar



(encuentro con Martín Gambarotta y March en el bar San Bernardo)

Las ideas van de un lado a otro, buscan su punto de reposo. La tentación estriba en enumerar los hechos de mi estancia en Buenos Aires uno a uno, abrigar con la memoria los detalles sin excepción, es la tentación funesca. Más bien me gustaría ceder mi tiempo de revivencia, de escritura, al simple acto de tejer palabras, entramar frases, a la manera de mi abuela María, que se dedicaba a la costura.

Sé que de pronto, si continúo por el camino de las benevolentes noches en distintos bares de la ciudad, corro el riesgo de abominar yo mismo de ese machacar un acto repetido por mera necesidad biológica: el bar es el sitio para conversar con amigos que con suerte lo son una vez que uno se despide y traspone la puerta de salida, el espacio para poner en contradicción personalidades de tonalidades diversas y sacar provecho al tiempo intensificando los segundos.
La tentación sería, por ejemplo, escribir una fecha: 16 de marzo de 2013. Una cita: Martín Gambarotta, su novia March. Un sitio de encuentro: el bar San Bernardo. Y, el dato final: 23 horas. Quise tomar el colectivo 93 en Carranza para de ahí bajarme en Corrientes y caminar rumbo a la calle Acevedo. De haber llegado dos segundos más temprano a la parada y no demorar cinco verificando si tenía la llave en el bolsillo y la hora, habría arribado el autobús en lugar de ver su trasero alejarse Carranza arriba.
Me decidí por un taxi. El chofer me explicó que la preferencia de las calles era nula… avanzaba el primero que había metido la defensa. Por supuesto que ya me había dado cuenta de manera experimental.
No había anotado en mi cuaderno ni el nombre del bar ni el cruce de calles donde lo encontraría, confiándome –válgame– a mi memoria. Llegué unos quince minutos más temprano de lo acordado, me enfilé a buscar el bar, caminé por Acevedo, pregunté a los vecinos; un anciano de cabello largo y canoso me señaló la primera pizzería que se le ocurrió en una esquina. No, no era en Acevedo, unos muchachos me enviaron a Corrientes.
Fue el momento en que por fin la información me cayó como un veinte en la ranura del cerebro: ¿San Bernardo? ¿Un bar con nombre de santo? Debía haber alguna equivocación, me confié demasiado en mi memoria a corto plazo, la peor de todas –suelo tener un control mayor de los acontecimientos lejanos, tal vez porque la ficción cubre las lagunas de datos útiles.
Sin el nombre en la fachada, un bar con unas quince mesas de billar. Al entrar, un piso roto y descuidado que me recordó a ciertas cantinas en Guadalajara, al café Madoka –al que Rulfo era adicto. Pero esto era Buenos Aires, y el letrero mal que bien pintado sobre la barra, inequívoco: bar San Bernardo.
Me preguntaba por qué Martín Gambarotta me había citado casi a media noche. Pronto me di cuenta. Estaba embebido con el juego de billar de unos jóvenes como de dieciocho a veinticinco años, el chocar de los palos contra las pelotas, las pelotas unas contra otras o las paredes de las mesas. El mesero, un adusto buldog, me ignoraba. Yo, contento. Incluso usé una de las computadoras polvosas que tenían en un rincón para confirmar en internet los datos de la cita. No tomé la precaución de buscarlos en Google o Facebook para identificarlos, por lo que interferí algunas charlas para averiguar si Martín se hallaba entre los presentes: Martín y su novia estaban demorados.
No tardó mucho en llegar March, quien debió saber que se trataba de mí enseguida por mi facha impaciente. Nos saludamos emotivos: ella, por medio de la poeta Minerva Reynosa, me había guiado en mi búsqueda de alquiler en Buenos Aires, eso bastaba para dar al encuentro una nota de familiaridad.
March apenas había salido de trabajar, es periodista del diario Clarín, en la sección de Cultura. Y Martín, jefe de información en un diario que se publica en inglés… es decir, el tiempo no era algo que pudieran controlar. Me sorprendí de que el buldog que servía los tragos respondiera a su llamada con amabilidad. March pidió un fermet con Coca, una bebida un tanto de moda originada en la provincia de Córdoba, y yo una cerveza… el mesero trajo una Quilmes de a dos litros.
Conversamos hasta que no mucho después llegó Martín con rostro distraído. Se sentó un poco de lado, como estableciendo una distancia crítica entre ambos. En alguna charla con algunos nacidos en los ochenta, me decían que era uno de sus dioses tutelares junto con Fabián Casas, Washington Cucurto, Juan Desiderio, Alejandro Rubio y Daniel Durand.
Martín llegó con bastante hambre, así que pidió un sándwich al momento. Me preguntó si deseaba algo y ante mi negativa se dedicó a devorar el platillo que no tardaron en llevar a la mesa. Nuestra charla versó pronto sobre la vida cultural en México y Argentina. Anotó en la dedicatoria que me escribió en su libro Punctum: “Para Carlos, mítico editor de Metrópolis”.
La plática con Martín y su novia pronto tomó un cariz ameno. Desfilaron autores, personajes, anécdotas de su visita a México hacía dos años y de mi estadía en Baires ocho años atrás. Al final estábamos de acuerdo en que el chileno “Francisco” Zurita era el papa de los poetas y Gerardo Deniz un autor ineludible. Son pocas las mesas para quienes desean beber. El secreto es que en realidad todas y cada una son para el billar, así el juego sea la conversación.
Pero no quiero repetirme. No quiero terminar con alguna frase contundente cual martillazo de subasta que indique al último párrafo como vendido. No quiero decir que esa noche regresé a las cuatro de la mañana pensando en un próximo encuentro, ahora con uno de los tequilas que cargué en la maleta desde México. No quiero decir que fue una de las más entrañables conversaciones que tuve en Buenos Aires, con March y el autor de versos como estos (cito con maña e improvisación):

“…no hubo, no hay, mejor serie que Kojak,
ni máscara más concreta
que estas antiparras de soldador
para pasar la poda de la noche
neutra, no hubo, noche
neutra ni clara, no hay martillo
neutro ni pesado, no, que martille
agarrando el mango del martillo
para martillar con el martillo
la madera de los hechos, no hubo,
no hay…”.

Domingo 17 de marzo de 2013, Buenos Aires

Retazos porteños



Jueves 7 de marzo
“¡Se llama Agustín Lara!”, escucho todavía a través de los audífonos a un par de jóvenes porteños hablar no sin pasión del compositor mexicano al encaminarme por Reconquista, a mi espalda Corrientes. Agustín Lara. Separo los audífonos de mis oídos e intento oír algo más, pero la conversación ya es sólo un rumor exaltado calle abajo, entre pasos rápidos de hombres y mujeres que terminan por engullirla. No esperaba escuchar este nombre aquí y ahora, en ese cruce o intersección que va quedando detrás. Me dirijo al departamento en la calle Viamonte del poeta de Coronel Pringles, Arturo Carrera. Pienso: mi hermana acaba de grabarme en nuestra carpeta compartida de Dropbox, justo hoy, un homenaje de Natalia Lafourcade al flaco de oro, el poeta del pueblo. No he descomprimido siquiera el archivo porque de pronto me sentía culpable de padecer el síndrome del Jamaicón Villegas, tal como me lo advirtió Luis Eduardo, un amigo tapatío, poeta y chiva de hueso colorado, pero creo que la sola mención por un par de adolescentes en Buenos Aires deviene invitación explícita.

Domingo 10 de marzo
Recorro la calle de Carranza hacia Honduras. El pasado miércoles también lo hice, salvo que la vida de Palermo es por completo diferente al término que a media semana. Esa ocasión los restaurantes hervían de turistas, sentados en mesas que la marea de la economía había sacado hasta las banquetas. Iba de noche y me dirigía por invitación de Marina Mariasch a la presentación de una antología de cuentos eróticos escritos por mujeres. Le daba flojera a ella misma, pero dos de sus talleristas participaban. Como era predecible, el lugar estaba lleno y a más no poder de fachas –aunque lindas, muy– en plena socialité. La mayor parte del público se componía de mujeres, algunas de ellas que llegaban tarde y no cabían en el salón empezaban a aplaudir al momento, sin saber lo que se había dicho. Al menos conocí –jazz de fondo de un trío de talentosas– la librería Eterna Cadencia, con títulos increíbles de Juan Filloy, Arturo Carrera, César Aira, Alberto Laiseca, Fogwill, Fabián Casas, María Negroni, Jorge Aulicino, Mirta Rosenberg… menciono los nombres porque quiero regresar a por ellos en cuanto me sea posible.
Hoy domingo vuelvo a la carga y me enrolo en una calle repleta de cerrados párpados de hierro, con tatuajes –las placas que la anarquía pinta en bardas, botes de basura y fachadas no iban a discriminar a un barrio de lujo como Palermo. Por todos lados mujeres jóvenes de cabello largo, lacio y ondulante pasean a sus perritos –pasa una en bicicleta con su can en la canastilla frente a los manubrios, aumentando con la baba de sus lengüetazos la brisa de la tarde–, son mujeres que visten blusas sin mangas, shorts de mezclilla que llevan a admirar sus piernas torneadas y argentinas, mujeres que este fin de semana se ven más despiertas y contentas que en el subte rutinario, cuando todo mundo mira hacia abajo, escribe mensajes en sus iPhones, evita mirar incluso su propio reflejo en las puertas de los trenes que sirven de escaparate al arte urbano.
Sigo por Honduras, una inercia me impele hacia el lugar de donde vienen estas mujeres, tal vez las más hermosas que haya visto en cualquier viaje, comparables –quizá lo digo influenciado porque pasan múltiples en bicicleta– a las de Ámsterdam, Berlín o Shangai. De pronto me encuentro en la Plaza Julio Cortázar, o Serrano. Me detengo a oír el bullicio de extranjeros y nacionales –muchos jóvenes– que cruzan por esta glorietita cerrada al tráfico como una naranja recién partida en dos. Minitas con el cabello recogido en bulto hacia atrás, corto, largo, lacio, amarillo terso, perlirrojas (el Word señala el adjetivo como erróneo y, reflexionando, descubro que no). En los puestos callejeros –he aquí mis reminiscencias de los tianguis mexicanos– se vende fruta de temporada, bolsos, monos de peluche, remeras –playeras– que allí mismo graban con litografías. Por cierto que no recuerdo que vendieran un solo libro, siendo que son comunes fuera de ciertas estaciones del subte kioskos con libros de viejo. Allí mismo está la calle Jorge Luis Borges: una ciclovía de dos carriles, ida y vuelta, fluye por una de sus orillas. De nuevo, mujeres hermosas de toda estirpe, evanescentes ante el sol que desciende con la sutileza de una araña.
Y claro, es domingo: los gritos de despecho o de celebración por los resultados del futbol rasgan la serenidad nocturna.

Sábado 9 de marzo
Almuerzo milanesa, ensalada y jugo de manzana con el chileno Vitoco López y su novia en un restaurante frente a la estación del Parque Patricios. Todavía no termino por asimilar la charla que el pasado jueves sostuve con el poeta Arturo Carrera, una de las más inolvidables en esta ciudad porteña. No he registrado nada en papel y temo olvidar la descripción de la escena, pero más que nada la atmósfera vivida. Y mientras me recupero junto a mis amigos de la noche anterior, de la gastritis que roe, de la lectura de poesía en el segundo piso de La Libre donde hallé inesperadamente a otro amigo que hacía ocho años no le miraba, Santiago Vega alias Washington Cucurto, y a otros poetas de la ciudad, las Quilmes de a dos litros en el primer piso de una librería de San Telmo, el postrero fernet, en tanto me recupero de la aventura en el bar Los Poetas en Bolívar al 700 de donde partimos, o del bar en que terminamos cuyo nombre no recuerdo y donde una chica me presentó a su esposa por lo legal… un adolescente con la camisa sucia y desabrochada irrumpe en el paisaje, corre despavorido en dirección nuestra, luego gira, se pierde en la curva. Suenan sirenas de policía. La calle parece en pausa... una transeúnte se acerca con timidez, se siente en la obligación de informarnos que el muchacho asaltó en pleno día a la señora de la verdulería, una anciana a la que apenas le alcanza para comer.
Sale a colación la muerte de Chávez y la noticia de que tan solo en el sexenio de Calderón hubo la misma cantidad de desaparecidos en México que en la dictadura argentina de Videla… Habría que tomar en cuenta los muertos sí reconocidos… Nos despedimos con abrazos. El lunes temprano Vitoco López y yo iremos al mercado negro a cambiar dólares. Desciendo a paso lento por la estación amarilla del parque.

Entre prensas y chapitas en el barrio Balvanera


Carta de Facebook a una amiga en Guadalajara
para Adriana Navarro

No sé cómo comenzar a describirte cómo me ha ido en Buenos Aires. Tengo ya una semana aquí y sería difícil revivir las distintas experiencias que me repito por la noche para no olvidar, o que medio describo en mi diario, a sabiendas de que muchos detalles me evaden. La terraza del departamento que alquilo en el barrio de Palermo, la calle Paraguay casi esquina con Carranza, enmarca las ramas de un cedro que no puedo dejar de contemplar y me tranquiliza. Cubre toda mi visión hacia el patio trasero del edificio mientras bebo abundante café y te escribo.
He estado paseando sin rumbo preestablecido por las calles de Baires (poco a poco me gano el derecho a llamarla así), acostándome tardísimo, durmiendo bastante y leyendo. Conseguí en un par de librerías de viejo de la avenida Corrientes unos relatos sobre viajes de Eugenio Montale, “Fuera de casa”; una novelita de José Bianco, “Las ratas”, que espero terminar hoy antes de ir en la noche por unas cervezas, y “El dueño del átomo” de Ramón Gómez de la Serna, un libro que me costó 20 pesos argentinos, con un aspecto que añeja, en el mejor de los sentidos, un título con pretensiones de actualidad: de color ámbar sucio, olor penetrante –firma el exlibris con letra manuscrita y sepia un tal Antonio en 1952.
También he visto a algunos amigos, entre ellos al poeta Daniel Durand. Para darte una idea de lo que hace, te transcribo de su libro “Ruta de la inversión” un poema entrañable que publicó en una revista tapatía que conoces:

Luz y oscuridad

Llego, entro, prendo la luz de la cocina
y sorprendo a las hormigas coloradas
puliendo los platos y cargando
todos los restos de comida.
No me molestan, pero mentalmente
las advierto sobre la superpoblación:
hasta ahora el ecosistema se mantiene.
Sin embargo, si consigo trabajo,
comeré más, vendrán amigos y mujeres,
habrá más restos, ustedes crecerán
y tendré que echar insecticida.
Sólo esta pobreza puede mantenernos
delicadamente unidos.

Fui al departamento de Daniel porque me convidó a cenar, allá por La Rioja y Venezuela. Aunque de origen provinciano –en Argentina, a diferencia de México, el adjetivo “provinciano” no suele usarse en tono despectivo por los de la capital–, en Concordia en el 64, pero al parecer vive desde hace mucho en Buenos Aires. Como es mi costumbre, me perdí un poco antes de llegar a su depa, así que pude deambular y observar las fachadas antiguas del barrio –entre papeles tirados, cáscaras de fruta y bolsas de plástico–, rodear algún par de hombres en harapos sentados con desparpajo en el suelo, botella en mano y cargando un diálogo contra seres imaginarios frente al hospital. Curiosamente, el kiosko-locutorio desde el que le hablé por teléfono para orientarme estaba justo frente a su domicilio.
Una vez traspasando la reja de la entrada –tomé una foto a sus detalles afrancesados– para llegar al departamento de Daniel hay que atravesar un pasillo largo, de unos veinte metros, tipo túnel del subte pero más estrecho, subir unas escaleras y toparse, en el rellano que sirve de pequeño vestíbulo, con una enorme prensadora de libros. Ya eso empieza a decir mucho de un poeta que se ha dedicado a publicar títulos memorables sin tener que tocar las puertas de ninguna editorial comercial.
Conversamos sobre sus impresiones de poetas argentinos y sobre México, de cómo lee tanto a amigos como a enemigos, y la gran cantidad de becas que hay en nuestro país para los artistas, algo muy poco común en el sur. Ah, y me dio un dato que no debe olvidárseme: acaba de publicar aquí Miguel Ángel Petrecca una antología de poetas chinos contemporáneos que he de conseguir a toda costa. El mismo Daniel ha estudiado algo de chino, y por cierto que hay chinos por dondequiera, haciendo negocios –de cualquier modo, lo que más abunda en su barrio de Balvanera son peruanos y paraguayos.
Bajamos al kiosko de enfrente para comprar unas Quilmes de a litro y en las noticias aparece la efigie del presidente venezolano Hugo Chávez. Daniel me pregunta:
–¿Sabías que había muerto? Yo apenas me entero.
Apenas si nos miramos, guardamos silencio por cinco segundos, pagamos y subimos a cenar.
Le conté entonces de mi viaje a China, de cómo me extravié en el Hupong o barrio antiguo, y él me habló de que uno de los poetas que más lo han emocionado, además de Wang Wei y Li Po, es Tu Fu, de allá por el año 800, a quien intentó traducir enfrascándose en una empresa poco redituable con un grupo de comensales dispuestos a identificar caracteres extraños en el océano infinito del diccionario –en dos o tres sesiones lograron descifrar cinco ideogramas de un verso. El resultado, a la larga: esa antología de poetas chinos contemporáneos preparada por uno de sus amigos y de la que platiqué más atrás, “Un país de metal”. Daniel tiene una excelente memoria sincrónica: sitúa los poetas que admira respecto al tiempo en que vivieron, estableciendo fronteras temporales entre ellos y en contraste con la actualidad. No suele leer novelas.
Como parte de las Ediciones del Diego que hace este poeta, leí hace años un libro pequeñito, “La zanjita” de Juan Desiderio. Ahora –me comenta mientras bebemos unas Quilmes de dos litros y un ceviche peruano que daría hasta para otro par de invitados– se dedica a su colección Chapita. No está de más contarte la curiosa forma que le llevó a llamarla así. Resulta que los argentinos llaman chapita a lo que en México conocemos como corcholata, y en una ocasión cierta chapita se coló en la máquina y quedó prensada en la portada de un libro. A Daniel y a sus talleristas les encantó, y así inició una colección singular con gran variedad de chapitas en sus portadas.
Me dice –en tanto miro las distintas máquinas de prensa antiguas dispersas en rincones estratégicos de su depa, una vasta colección de tipografías de madera y de metal, impresoras y lingotes de prensa– que no sale a ningún lado, es un ermitaño que sólo recibe visitas de vez en vez. Le agrada hacerse cargo del proceso editorial de principio a fin, desde la escritura o su revisión hasta el armado final a mano y la distribución entre allegados. Así pasaron un par de horas, hasta que salimos a la azotea que sirve de terraza a su depa, fumamos, miramos las estrellas –Daniel es un gran conocedor de constelaciones– y recordé que debía regresar antes de que la ruta 41 dejara de pasar.
No hubo más remedio, al final tomé en La Rioja un taxi a Palermo y dormí como lirón apenas cayó mi cabeza sobre la almohada.


Crónica publicada en El Informador:

http://www.informador.com.mx/suplementos/2013/453908/6/entre-prensas-y-chapitas-en-el-barrio-balvanera.htm