(encuentro con Martín Gambarotta y March en el bar San Bernardo)
Las ideas
van de un lado a otro, buscan su punto de reposo. La tentación estriba en
enumerar los hechos de mi estancia en Buenos Aires uno a uno, abrigar con la
memoria los detalles sin excepción, es la tentación funesca. Más bien me
gustaría ceder mi tiempo de revivencia, de escritura, al simple acto de tejer
palabras, entramar frases, a la manera de mi abuela María, que se dedicaba a la costura.
Sé que de
pronto, si continúo por el camino de las benevolentes noches en distintos bares
de la ciudad, corro el riesgo de abominar yo mismo de ese machacar un acto repetido
por mera necesidad biológica: el bar es el sitio para conversar con amigos que
con suerte lo son una vez que uno se despide y traspone la puerta de salida, el
espacio para poner en contradicción personalidades de tonalidades diversas y
sacar provecho al tiempo intensificando los segundos.
La
tentación sería, por ejemplo, escribir una fecha: 16 de marzo de 2013. Una
cita: Martín Gambarotta, su novia March. Un sitio de encuentro: el bar San
Bernardo. Y, el dato final: 23 horas. Quise tomar el colectivo 93 en Carranza
para de ahí bajarme en Corrientes y caminar rumbo a la calle Acevedo. De haber
llegado dos segundos más temprano a la parada y no demorar cinco verificando si tenía la llave en el bolsillo y la hora, habría arribado el
autobús en lugar de ver su trasero alejarse Carranza arriba.
Me decidí
por un taxi. El chofer me explicó que la preferencia de las calles era nula…
avanzaba el primero que había metido la defensa. Por supuesto que ya me había
dado cuenta de manera experimental.
No había
anotado en mi cuaderno ni el nombre del bar ni el cruce de calles donde lo
encontraría, confiándome –válgame– a mi memoria. Llegué unos quince minutos más
temprano de lo acordado, me enfilé a buscar el bar, caminé por Acevedo,
pregunté a los vecinos; un anciano de cabello largo y canoso me señaló la
primera pizzería que se le ocurrió en una esquina. No, no era en Acevedo, unos
muchachos me enviaron a Corrientes.
Fue el
momento en que por fin la información me cayó como un veinte en la ranura del
cerebro: ¿San Bernardo? ¿Un bar con nombre de santo? Debía haber alguna
equivocación, me confié demasiado en mi memoria a corto plazo, la peor de todas
–suelo tener un control mayor de los acontecimientos lejanos, tal vez porque la
ficción cubre las lagunas de datos útiles.
Sin el
nombre en la fachada, un bar con unas quince mesas de billar. Al entrar, un
piso roto y descuidado que me recordó a ciertas cantinas en Guadalajara, al
café Madoka –al que Rulfo era adicto. Pero esto era Buenos Aires, y el letrero mal
que bien pintado sobre la barra, inequívoco: bar San Bernardo.
Me
preguntaba por qué Martín Gambarotta me había citado casi a media noche. Pronto
me di cuenta. Estaba embebido con el juego de billar de unos jóvenes como de
dieciocho a veinticinco años, el chocar de los palos contra las pelotas, las
pelotas unas contra otras o las paredes de las mesas. El mesero, un adusto
buldog, me ignoraba. Yo, contento. Incluso usé una de las computadoras polvosas
que tenían en un rincón para confirmar en internet los datos de la cita. No
tomé la precaución de buscarlos en Google o Facebook para identificarlos, por
lo que interferí algunas charlas para averiguar si Martín se hallaba entre los
presentes: Martín y su novia estaban demorados.
No tardó
mucho en llegar March, quien debió saber que se trataba de mí enseguida por mi
facha impaciente. Nos saludamos emotivos: ella, por medio de la poeta Minerva
Reynosa, me había guiado en mi búsqueda de alquiler en Buenos Aires, eso
bastaba para dar al encuentro una nota de familiaridad.
March apenas
había salido de trabajar, es periodista del diario Clarín, en la sección de
Cultura. Y Martín, jefe de información en un diario que se publica en inglés…
es decir, el tiempo no era algo que pudieran controlar. Me sorprendí de que el buldog
que servía los tragos respondiera a su llamada con amabilidad. March pidió un
fermet con Coca, una bebida un tanto de moda originada en la provincia de
Córdoba, y yo una cerveza… el mesero trajo una Quilmes de a dos litros.
Conversamos
hasta que no mucho después llegó Martín con rostro distraído. Se sentó un poco
de lado, como estableciendo una distancia crítica entre ambos. En alguna charla
con algunos nacidos en los ochenta, me decían que era uno de sus dioses
tutelares junto con Fabián Casas, Washington Cucurto, Juan Desiderio, Alejandro
Rubio y Daniel Durand.
Martín
llegó con bastante hambre, así que pidió un sándwich al momento. Me preguntó si
deseaba algo y ante mi negativa se dedicó a devorar el platillo que no tardaron
en llevar a la mesa. Nuestra charla versó pronto sobre la vida cultural en
México y Argentina. Anotó en la dedicatoria que me escribió en su libro Punctum: “Para Carlos, mítico editor de
Metrópolis”.
La plática
con Martín y su novia pronto tomó un cariz ameno. Desfilaron autores,
personajes, anécdotas de su visita a México hacía dos años y de mi estadía en
Baires ocho años atrás. Al final estábamos de acuerdo en que el chileno “Francisco”
Zurita era el papa de los poetas y Gerardo Deniz un autor ineludible. Son pocas
las mesas para quienes desean beber. El secreto es que en realidad todas y cada
una son para el billar, así el juego sea la conversación.
Pero no
quiero repetirme. No quiero terminar con alguna frase contundente cual
martillazo de subasta que indique al último párrafo como vendido. No quiero
decir que esa noche regresé a las cuatro de la mañana pensando en un próximo
encuentro, ahora con uno de los tequilas que cargué en la maleta desde México.
No quiero decir que fue una de las más entrañables conversaciones que tuve en
Buenos Aires, con March y el autor de versos como estos (cito con maña e
improvisación):
“…no hubo,
no hay, mejor serie que Kojak,
ni máscara
más concreta
que estas
antiparras de soldador
para pasar
la poda de la noche
neutra, no
hubo, noche
neutra ni
clara, no hay martillo
neutro ni
pesado, no, que martille
agarrando
el mango del martillo
para
martillar con el martillo
la madera
de los hechos, no hubo,
no hay…”.
Domingo 17 de marzo de 2013, Buenos Aires