miércoles, abril 18

Cinta de Moebius


A Araceli, por su sueño

Nada, el interior decorado,
surco, moridero de estrellas
grises, infectos heroísmos,
botellas vacías al borde
rojo de un placard. Infinitas,
moderadas respuestas: día
de roto pabilo, más vueltas
da un buitre al escondido sol
de su cadáver exquisito.
En el paladar de la tierra
agria, hermética frisadura,
latentes rondan las colmenas
el corazón obnubilado,
carroza fúnebre arrastrada
hacia ritmos con fractura, heces
de una voz sin futuro sólido.
Danza de neuronas o anémonas,
entre los pliegues de una página
el caos al oído invade,
son sus canales submarinos
un revoloteo de sílabas
puestas en libertad por niña
mano sin reflexión: objeto
de estudio por monos azules,
propósito de algas ocultas,
fórmula de profundidades
para estrellas de mar. Es tarde,
caries los astros deambulan,
ensueño de balas mediocres.
Una llamada, o llamarada,
insectos rondan las mareas 
donde mil piedras de dudoso
brillo retoñaron caléndulas
luego de acres conversaciones
eludiendo números, húmeros
de calculado narcisismo.
Hiladas lunas amarillas
emergieron del cielo denso
—efímera lengua indigesta
sin significado aparente:
su final es también principio
de incertidumbre, es un collar
de voces obsoletas, vistas
bajo la lupa del insomnio
por no plagiar su libertad.
Cera a los oídos, dicción
de estrellas fugaces o burla
de esperpentos en la pantalla
gigante del recuerdo falso,
arca de baratos presagios.
Tal vez en un filme de horror
frívolos personajes kitsch
callaron silencios, suburbios,
amaneceres fulminados
en la médula de la noche,
ósea capital del miedo.
Lo cierto es que relampaguean
frases sin sentido, ficciones,
disidencias a bajo costo,
galeras que desmemoriadas
reman hacia el aburrimiento.
Negar opuestos ideales
carece de común sentido,
por la afirmación se deduce
un atardecer sin fisuras
aparentes, nada es perfecto
o al menos convencerse alivia.
Pero es preferible quebrar
el cielo de cristal fundido
con retazos de adaptaciones
a un lenguaje aprendido apenas,
electricidad neuronal
de lagartos impredecibles
al anudarse la corbata.
Se despeja el ruido, va dando
lugar a un reflejo primero,
aparece otro y ya le sigue
otro más, y así, sucesivos, 
uno detrás de otro titilan:
angustia el terrible infinito,
truco de espejo, replicado
hasta que descubre el mercurio
lo específico de su peso
oculto por máscara nō.
Fingir dudas en la cabeza,
ahuyentar un pájaro negro
o tan solo fotografiar
las ruinas en una escritura
quebradiza y desvencijada:
un asesinato, no hay más,
ficción obturada del día,
los alacranes sumergidos
en el corazón embotado
e inútil porque a medianoche
los sueños para quién trabajan
nadie lo sabe, ni la arritmia
de un destartalado cerebro,
la confiscada trayectoria
de un sol íntimo, imaginado
bajo la sombra plateada
por un álamo sin libélulas.
La savia de vívidas horas
ignora de los imantados
iris la púrpura intención,
aunque no esté nada perdido.
En el crisol del pensamiento
tres asonancias amarillas
apacientan rebeldes ríos
de la ofuscada vena cava.
Más bien, el espacio asfixiante
como si mármol contra el rostro:
unos ojos se abren carnívoros
a olvidadas respiraciones.
Habrá que indagar en los meses
los mutilados vinos nuevos,
grietas trazadas por gusanos
en las estructuras del tiempo.
Petrificadas por la espera
aves sin indicios azules
sus dos llamas humedecidas
en la saliva del fracaso.
De regreso a Ninguna Parte
una blanca cifra tatuada
en la nuca del pez modera
la angustia de subir, bajar
a velocidad por la rusa
montaña de desperdiciados
segundos al margen del viaje,
introspecciones en la voz.
Continuar revela espejismos,
el ruido vacíos emite,
efectos alucinatorios
hasta que desertan los pies 
al anillo donde contrarios
se repelen y necesitan:
falso laberinto, materia
de secretas conflagraciones,
un interior sin fin expuesto
y un exterior también interno
la posibilidad engendran.
En un vil silencio amparada,
en una fatiga de mármol,
de durmientes sin vibración,
el sopor la garganta escuece,
recorre su ácido fulgor
negaciones entre la niebla.
Podría dilapidar horas
de manuscrita burilada,
esquirlas que imaginan rumbos
plagados de mirlos y orugas:
de noche escaldan la molicie,
inquisitivas sus raíces.
Podría —de allí que consuman
insectos al aire su fórmula,
den lugar a brisa ligera
(escarban dispersos instantes
de fiebre para ficcionar).
El árbol por Ara soñado
en ligeras ramas ofrece
frutos de distintas especies:
albaricoques, peras, kiwis,
manzanas, plátanos y tunas…
cómo saborear, saber
sus colores y tiernas féculas
abrillantadas por la imagen:
una sonrisa leve, el cierzo,
instantes de la quebradiza
aurora. Los rosas arpegios
de aquella noche puesta en duda,
de ruido rojo atravesada,
de golpes, chirridos, de un árido
enfrascamiento en el insomnio,
parpadeaban como anuncio
de gas neón cuando se han ido
los pasos; esa sola noche
recobra su frágil fraseo,
filo de navaja, revólver
de sentidos cargado para
la confusión acribillar
en sórdida celebración
del día: las fétidas telas 
con que las arañas apresan
las horas de la madrugada
temblaron al rozarlas ecos
de zapatos apresurados
huyendo del lugar del crimen
—habida resonancia Doppler.
Ojos de vino las avispas,
dormitan al fondo del vaso.
Dígalo Fausto encaramado
en ruinas, placeres, las ínfulas
del que ha dominado a Mefisto,
vamos, bailemos con el diablo.
Dispersada en todas las cosas
una estrella brilla de más
bajo la melena del cielo,
Newton lo debía saber
cubierto de pies a cabeza
con las migajas del mercurio
—luego todo fue claridad
durante quizá unos segundos:
si energía equivale a masa
por velocidad de la luz
al cuadrado, un empujoncito
los cuerpos en reposo aguardan
con atómica virulencia.
La gravedad es relativa,
afirma con dulce retórica
una desollada estadística
envuelta en celofán rojizo:
tantos cadáveres muriéndose
en la molicie de tumbonas
al aire, con o sin cabeza
en bandeja de plata o de hule
espuma —lo flexible importa.
Tras una embebida función
de coliseo, los muchachos
embalados juegan a ser
inspiración de carniceros
(elblogdelnarco.com).
Qué más puede esperarse: péndulos
improvisados dan exacta
la hora en Monterrey, rojas calles
peinadas por gangsters; en Puente
Grande la fuga de cerebros.
Graciela, Vicente, Ezequiel,
Juan, Leonardo, Viridiana,
Karla, Bárbara, Claudia Elena,
Enrique, Ximena, Gonzalo…
abducidos, los estudiantes
nada son sino contra el polvo:
Cristina le escribe un mensaje
de amor y cómplice ironía 
en el celular a Rodrigo,
desde la azotea Fabricio
captura instantes de la marcha,
tararea Poncho al gran Mingus
con los audífonos quebrados,
una consigna Adriana pinta
y arroja Norberto un coctel
Molotov que Lázaro armó.
Como en Tlatelolco, los peces
comen de sus ojos profundos
en playas de Michoacán,
en los vertederos del Golfo.
Vamos, bailemos con el diablo.
Policías cercan el paso,
un frío recorre la espalda
de las avenidas, le quiebra
a la noche cariados dientes:
AK-47, cuernos
de chivo, pólvora, sicarios,
cerdos de corbata y bombín.
Impuesto pesa sobre impuesto,
la banca rota nacional,
ratas de obispos travestidas,
títeres sindicatos, Marcos
—anónimo y camaleónico—
enfunda su virtual fusil
en la rotunda Lacandona.
Pasajeros del desperdicio
ven su reflejo en la ventana
desde Mérida a Ciudad Juárez:
higueras sin revelaciones.
Raúl, Santiago, Miroslava,
Antonio, Victoria, Guillermo,
Adriana, Marcela, Araceli,
Octavio, Sergio, Tonatiuh…
a punta de pistola, Claudio
escarba una zanja dudosa,
echa los huesos de Santiago,
de Alma y de una niña sin nombre
con un agujero en la frente.
No se conocían, el tren
abordaron en Guatemala,
venían desde El Salvador…
Tanta suerte no es para todos:
a Enrique le dio por el culo
la Border Patrol con macana
una noche de secos gritos.
Línea de muralla brava,
poso de pellejos, esclavos
con el corazón trasegado
van por entre piedras y espinas
al no lugar, al no existir
más allá de su lengua inmóvil
—hay quienes anuncian certeza
como a cosméticos Avon:
matriarcas con el sexo helado,
su consabida incontinencia
oral en rincones azules.
No para siempre aquí, no aquí,
carajo, ¡chinguen a su madre!
La hoja del cuchillo refleja
múltiples caras del espectro:
pulpa de una fruta podrida
y podrida también la cáscara
picoteada por la espera.
En la herrumbre dura del ojo,
en el quicio del paladar,
en la iniciativa del brillo,
el ayuntado pensamiento;
horas desperdiciadas, restos
de piel que nadie extrañará,
polvo arracimado, cochambre,
truncas ideas del ciempiés:
son las palabras las que dan
una cartesiana fonética
que al menos dibuja en la cara
su sonrisa y algún hueso roto,
los decolorados meñiques
tan sin importancia perdidos.
El árbol por Ara esbozado
echa raíces en la bruma.
Todo fuera registrar pómulos
recordados en las volutas
del cerebro camaleón
que entrevista un moroso símbolo,
se deja llevar por los acres
vinos de la tarde sumisa,
escondida en un punto ciego
de imposible retorno gris.
La calle se hunde inoculada
de grietas y objetos fantasma
que huyen a la orilla del día.
No sabe cómo interpretar
su garganta la saliva agria,
las ganas de volar en círculos
alrededor de un pensamiento
hace tiempo echado a perder.
Sangre devota de humaredas,
absurdos rituales del aire
presencia con cerrados ojos:
las ventoleras todavía
encaminan sus piedras sueltas
bajo los pies acobardados
en un momento de indecisa
fantasmagoría; detrás
del iris flores amarillas
el estercolero apaciguan,
las nerviosas horas, los labios
del mármol pegados a orejas.
¿Vale la pena etiquetar
los sucios frascos del acaso?
Nombres propios desaparecen
como frutos varios de un árbol,
radical ideología
penetra neuronas de tierra:
su electricidad en conductos
de irreversible anonimato
vuelve a ser aquello que ha sido
en cuanto perdura la espuma
de la rabia. Sordas monedas
no dicen la suma entramada
de girasoles embebidos
en la sorna, materia oscura
o ablación de necios pulsares
es el negocio de la luz,
estrellas en frágil secuencia,
su decorado exterior, Nada.