Una flor
crece enraizada en el corazón de un hombre, en una mañana.
Quizá el
tiempo no sea protagonista de las historias que crecen como flores de las
manos, quizá no sea el amanecer. Tal vez no tenga sentido ver la hierba junto
al estanque, los peces al fondo de la pintura, los cantos de los gallos,
detenidos en un trazo. Los días son fugaces o eternos, una mirada sucede a
otra, los pasos por el mundo visitan a la mujer, vientre de ciudad, manos de
desierto, ojos de horizonte, lengua de obsidiana, lagartija, serpiente, águila,
cocodrilo, cueva, mono, manantial, conejo, itzcuintli,
hierba, pedernal, las estaciones enteras del fuego engendran el movimiento de
los pies por la tierra; un fruto cae, se pudre, nace el polvo; una mano tiene
sus raíces en el maíz de los conquistadores; una mariposa reverbera cuando dos
miradas se reconocen. La lluvia del hombre asombrado, su pintura, se dirige
hacia el cielo, o sus ojos descubren un río subterráneo, al hundir su mirada en
la tierra: hurgan en lo seco, encuentran en un sitio árido, rodean con sus
pestañas a los ángeles, beben a todos los muertos que respiramos a diario, y
los muestran en el seno mismo del óleo, la media luna que recibe al hombre
cansado de ser divino. Los colores, al amanecer, retoñan de las ramas y de las
bocas, son musitados por las paredes, cabalgan a campo traviesa por la
tempestad del destino, por las líneas de la mano que engendra sus propios días,
su propio cuerpo de serpiente y de pez; de la tintura emerge un pasado
sobreviviente del arca de todos los nombres y la alianza antigua entre el
cielo y la tierra; perros, ratas, ocelotes, mujeres, rinocerontes y sirenas
navegan por un infinito que de pronto ignora que en este momento es necesario
beber de la fuente, y se oculta en un cuadro. O despiertan, los habitantes de
cada continente desean beber del corazón, desean evidenciar sus propios ríos
desconocidos, compartir el cáliz, la sangre que circula por sus venas, en un
sorbo. Algo desconoce el tiempo, algo niega la voz ronca del tiempo, algo
desaparece cuando las frases de sepia y negro se rompen en un haz de palabras,
un solo silencio que todo deja unido. Una pupila, un hálito, un grito
desgarrado e hiriente en medio del océano. La cabellera de una mujer como
espuma a las orillas de La Habana, las semillas de la vida guardadas mientras
tanto en una sandía, el santuario de los milagros; dos palmeras que inmigran
para renovar su aire. Un mundo que brota como mujer de un cuarto lleno de
estrellas y de ríos, de otras vidas calcadas sobre la paz de los muros; notas
que resguardan las paredes. Allí brotará una naranja, allá el cerebro de un
hombre será el nido de un colibrí. La sangre de las heridas impulsa otro
tiempo, con nuevas hojas y pétalos frescos. Mariposas, mariposas pide el
corazón que palpita, así el aire se respira ancho. Cuando una puerta se abra,
la luz del amanecer invadirá el espacio enmarcado. Así, cuando el tiempo es una
batería constante, cuando el tiempo llueve, cuando arrecia el recuerdo, se
escucha un saxofón lejano, horas violentas, esquinas para bailar y dejar atrás,
el mar hace visible la nostalgia, ese tiempo que mide el vuelo de un colibrí o
el paso de una nube, son de los Beatles o percusión insistente de jazz, gotas de agua, rumor de huesos,
pasos de pies descalzos sobre el polvo, llanuras, aire de clarinete, una pupila
honda que canta con voz de fuego: el sol rompe el día anterior para que el
visitante como grano de arena viaje hacia su tierra, su mano lo
transporta, navega por el silencio y vemos las orillas de su isla.
Nota: Este
texto fue leído durante la presentación de la obra de Waldo Saavedra en el
Museo Regional, con algunas variantes.
Texto publicado en el ya desaparecido periódico Siglo 21, 27 de febrero de 1998,
suplemento Tentaciones núm. 200