domingo, octubre 10

Una calle como cualquier otra

Hace 34 años mis papás construyeron su casa en una calle como cualquier otra de la Guadalajara que empezaba a invadir los famosos maizales de la Villa de Zapopan. La colonia Prados de Guadalupe integraba lo mejor de las opciones clasemedieras: familias incipientes comenzaron a poblarla muy poco a poco, sin pretensiones y con un cálido sentido de comunidad.
La casa de mis padres fue la segunda en ser habitada en Arcángelo Corelli, después de la de Doña Mago, una señora mayor que haría de nana para varias generaciones de niños, dándonos siempre a probar sus deliciosos platillos de cocinera profesional.
Era el tiempo en que jugábamos a las escondidas en las casas en obra negra, encantados, policías y ladrones, nos deslizábamos en patines o prendíamos fogatas en los baldíos, antes de enfrascarnos en un futbol que acabaría con muchas ventanas y paciencias.
Los jóvenes que llegaron por primera vez a esa calle con el nombre de este excelente violinista italiano que tanto influyera a Bach y a Händel ahora son abuelos, aunque otros tantos se han mudado o de domicilio o de mundo.
Y es en mi Arcángelo Corelli donde he experimentado un desgaste que entreveo en muchas de las colonias tapatías. Los vecinos ya no procuran saludarse como antes: encerrados en cajas de ladrillo y metal, miran de reojo y evitan establecer algún contacto que les impida su ansiado aislamiento.
La gran mayoría de los enormes pinos que dieron sombra a nuestra infancia han sido talados y los jardines sustituidos por cemento, dejando en su lugar un paisaje desolado. Los autos sobre las banquetas se multiplicaron como por generación espontánea y ni siquiera es posible saber si algún flautista de Hamelín se robó a los niños o permanecen embebidos en la virtualidad de sus X-Box al fondo de sus cuartos.
Ya hasta un horrible casino se apoltronó en la colonia y la Guía Roji ha omitido el nombre de Prados de Guadalupe, como si se tratara de un pueblo fantasma.
En la actualidad sería imposible andar en bicicleta o armar porterías con ladrillos. Ni balones, ni señoras enfadadas, ni postes con pintas de niños que adoraban a ciertas niñas.
Con todo, todavía hay un dejo de esa calidez que permanece en el aire como un recuerdo que la memoria no termina por desechar, como cuando nos reuníamos a media calle para representar nuestras obras de teatro con títeres, cuando algunos vecinos gustaban de ver la vida en ebullición bajo los grandes pinos y de la saludable gritería de los más pequeños.