miércoles, agosto 4

Una constante en el paisaje


Cuando era chico me gustaba ver cómo los faros encendidos de los autos se reflejaban en los cables eléctricos. Avanzaban por los hilos como pequeñas arañas luminosas y se desvanecían con el tráfico. Parecía como si la electricidad cobrara forma visible. Un efecto óptico absurdo si se piensa, pero a un niño eso no le importa.
Los cables son una constante en el paisaje. Son como redes tendidas de un lado a otro en un mar de ruidos, un compás de pulso arrítmico a lo largo de callejones, barrios, comunidades al margen de la aglomeración metropolitana. Y más allá, se extienden como un complejo entramado de líneas intentando sustituir el horizonte.
En una ciudad azarosa como Guadalajara, con los autos revoloteando como abejas entre avenidas y calles estrechas, casas derruidas, la linealidad de los cables nos da una pauta, un bosquejo de geometría donde reposar los ojos como los zanates que de ahí se cuelgan a observar nuestro revuelto trajín.
Sus tejidos penetran lo más íntimo entre las paredes de nuestras casas y hacen girar el plato del microondas para que los ingredientes de la pizza tomen la última forma que gustará el paladar, acondicionan el aire agobiado de mosquitos renuentes, emiten historias fabulosas por la pantalla del televisor, nos empujan a deshoras con su artificiosa luz a esa otra dimensión donde las letras de los libros se transforman antes de desvanecernos en el sueño… en fin, son un tendido neurálgico más que un puñado de cables.
No sólo esquematizan nuestra vista del cielo, cortan las nubes o enmarcan estrellas. Unen puntos dispersos de la ciudad, la dotan de nervios, de sentidos, de riesgos. Son algo así como la otra cara de los túneles que por debajo de nuestros pies bullen de vida y desperdicios.

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