domingo, agosto 8

Sordera

Nunca me había sentido tan alarmado. Desde hace más de un año desconocidos hablan a mi casa preguntando por un tal Carlos Sordo. Yo me llamo Carlos, Carlos Vicente, pero ¿sordo? Soy sumamente distraído, según atestiguan fieles amigos. Y con todo, ¿qué torpeza habré cometido para que me confundan con Carlos Sordo? Cada día levanto el auricular de tres a cuatro veces para aclarar que no soy Carlos Sordo: a las siete de la mañana, a las doce, a las cuatro pe eme y a infortunadas horas de la noche. Me ha dado por contestar con voces distintas en cada ocasión, representar el personaje de la abuelita enferma, el primo pocho, la secretaria congestionada, la señora del aseo, el aguador... Eso, una vez que me resigné y dejé de perder la compostura y de recordar que incluso los desventurados telefonistas tienen madre. Telefonistas. Me han dado sus nombres y me es imposible retenerlos. Los primeros cuatro meses me fueron especialmente alergénicos: hablaban de Banamex y querían que yo fuera Carlos Sordo a como diera lugar. Cuando el hartazgo venció mi paciencia y mi retahíla de voces maltrechas me comenzó a sonar repetitiva, me dirigí a la sucursal del banco más cercana a mi domicilio, allá por Arboledas. Me atendió un gerente de pequeña estatura e inteligencia que se identificó con una tarjeta tachada con pluma y que exhibía el nombre de Sergio Lamas. Mi solicitud de aclaración se enlamó en su escritorio. La segunda vez que fui a su oficina sacó de un cajón mis papeles, los papeles que comprobaban –hasta a mí mismo a esas alturas– que yo no era Carlos Sordo. El hombrecillo marcó un teléfono, saludó con gran efusión a su compadre, se pusieron al corriente de sus flácidas vidas por más de diez minutos mientras yo esperaba sentado en un incómodo banquillo, y luego, por fin, me prometió que borrarían mi teléfono de su sistema. Respiré aliviado. Dos semanas después hablaban de nuevo y ferozmente a mi casa de parte de ese banco que ya ni es nacional ni mexicano. Desesperado, me comuniqué a su programa Queremos Escucharte, aunque de nada sirvió nuestro nutrido envío de mails e identificaciones. Mi línea telefónica fue tomada por asalto, congestionada por el bufete de abogados Milla y Asociados durante un prolongado y accidentado intercambio de pareceres que no nos llevaba a ningún lado. Ellos alegaban que yo era Carlos Sordo. Yo, hacía como que no escuchaba. Pasó medio año más y entonces Temores y Asociados prosiguió con el caso. Hasta hoy parecen estar convencidos de que soy Carlos Sordo. Tantas personas no pueden estar equivocadas.


Publicado en La Zona núm. 14, septiembre de 2010.

miércoles, agosto 4

Una constante en el paisaje


Cuando era chico me gustaba ver cómo los faros encendidos de los autos se reflejaban en los cables eléctricos. Avanzaban por los hilos como pequeñas arañas luminosas y se desvanecían con el tráfico. Parecía como si la electricidad cobrara forma visible. Un efecto óptico absurdo si se piensa, pero a un niño eso no le importa.
Los cables son una constante en el paisaje. Son como redes tendidas de un lado a otro en un mar de ruidos, un compás de pulso arrítmico a lo largo de callejones, barrios, comunidades al margen de la aglomeración metropolitana. Y más allá, se extienden como un complejo entramado de líneas intentando sustituir el horizonte.
En una ciudad azarosa como Guadalajara, con los autos revoloteando como abejas entre avenidas y calles estrechas, casas derruidas, la linealidad de los cables nos da una pauta, un bosquejo de geometría donde reposar los ojos como los zanates que de ahí se cuelgan a observar nuestro revuelto trajín.
Sus tejidos penetran lo más íntimo entre las paredes de nuestras casas y hacen girar el plato del microondas para que los ingredientes de la pizza tomen la última forma que gustará el paladar, acondicionan el aire agobiado de mosquitos renuentes, emiten historias fabulosas por la pantalla del televisor, nos empujan a deshoras con su artificiosa luz a esa otra dimensión donde las letras de los libros se transforman antes de desvanecernos en el sueño… en fin, son un tendido neurálgico más que un puñado de cables.
No sólo esquematizan nuestra vista del cielo, cortan las nubes o enmarcan estrellas. Unen puntos dispersos de la ciudad, la dotan de nervios, de sentidos, de riesgos. Son algo así como la otra cara de los túneles que por debajo de nuestros pies bullen de vida y desperdicios.