jueves, febrero 26

Los malos bailarines

Bailar es comprender en otro el ritmo del propio cuerpo. Eso se intuye. Lo malo del baile es que es contagioso, que nadie se salva de su insidia melódica, de su asedio. Y es que algunos todavía pensamos que el baile hace felices incluso a los seres arrítmicos, cacofónicos. Eso sí, no tendría chiste bailar sin gozo. Tal vez se baile mal porque se proscribe el ejercicio pleno de ese derecho, conjeturaría no sin dudas, pero mejor sería, en un sentido inverso, arriesgar una paradoja: que bailar mal, si bien gozosamente, no es tan malo. Es el gozo de la danza el que invoca la armonía.
Hay algo de misticismo en esto del baile, así lo hagamos con dos pies izquierdos. Considerarlo con humor quizá conlleve la salvación. Quizá aquella compañera que nos sacó a bailar con la esperanza de que nuestras tercas excusas eran solamente un recurso de la modestia, termine también tomándolo con humor. “Fulanito baila peor que tú” o “Solo te falta práctica” son dos expresiones que con optimismo podemos dilucidar como elogiosas hasta el instante en que nuestra alegre compañera se va a bailar con otro.
Y no aprendemos, no tenemos por qué, solo somos mosquitos admirados por el resplandor de ese otro cuerpo con el que deseamos zarandear el aire, con el que procuramos establecer un vínculo de ligereza. Pero los matices con los que nuestro cuerpo se desenvuelve terminan por traicionarnos, a los pésimos bailarines: hasta oímos rechinar cada una de nuestras pesadas articulaciones. Y ahí vamos, optimistas recalcitrantes, a intentar de nuevo vencer al dragón del ridículo. Desafinados alquimistas, embrollados en el ritornelo de un cíclico fracaso, buscamos una y otra vez convertir en baile nuestro escamoteado deslizar por la pista, para algunos símbolo de la vida.
Qué difícil es aceptar que está de más la teoría en la que nos desplazamos tan libre y fácilmente, con una agilidad que al cuerpo le parece estar vedada. Pienso, de cualquier manera, que para los necios cabe una pequeña esperanza. Para los desfasados de cualquier cosa que huela a ritmo, bailar es más difícil que ganarse la lotería. El cuerpo que vemos allá, aunque cerca, a la distancia, ocupando el espacio con soltura, con fruición gozosa y en sintonía con otro cuerpo, se nos presenta tal una mera utopía. ¿Dónde está nuestro cuerpo cuando se le necesita? Lo que en ese momento imita la danza es apenas un amasijo de huesos y nervios con voluntad autónoma, un sistema de órganos desfasados. King Kong y Godzilla en cruenta batalla semejan dos gráciles pajaritos al lado nuestro.
Hay quienes abominan del baile, echan sobre él la carga entera de sus maldiciones, resistiéndose a cualquier intento esperanzado: nunca son suficientes los certeros dardos de su ironía… hasta que caen en su propia trampa. ¿Saber bailar es saber sintonizarse? Con todo, los que sin conocer los vericuetos del baile nos atrevemos a dislocar el cuerpo, impelidos por un algo que nos llama con irresistible fuerza de atracción, solemos chocar contra el muro de otro cuerpo que, más temprano, más tarde, pretexta ir al baño o retirarse a la soledad de la barra a esperar otro cuerpo con el cual sintonizar.
Las pruebas empíricas parecen comprobar que, obcecados en apropiarnos del ritmo, lo exageramos, nos dejamos llevar sin delicadeza. Tan preocupados por poseerlo, ganarlo a fuerza de voluntad, terminamos contra él enfrentados, nos convertimos en acérrimos enemigos de esa armonía que tan maravillosamente discurre en los cuerpos armónicos y dúctiles.
La verdadera catástrofe en estos casos estriba en desear la armonía sin llegar a concretarla. Sea cual fuere nuestro stock de pasos en reserva, si el cuerpo no nos pertenece estamos perdidos, si no nos apropiamos de él, o, mejor, si el ritmo no lo posee. Qué va. Cuántas veces simplemente nos sonreímos y ahí vamos, oh reincidentes, a invitar a una nueva pareja al baile, a la aventura, haciendo caso omiso a las advertencias de naufragio. Quién sabe si, aunque nuestros movimientos carezcan de gracia, ganen al menos un poco de simpatía.

miércoles, febrero 18

Sísifo mira la TV

La luna es una piedra en el desierto: un escorpión aguarda debajo
mientras vemos a lo lejos el cometa.
Un cometa es una culebra coralillo. Una coralillo es un coral
en movimiento, le pregunto a Sísifo, que cargó una y otra vez su prisión
por un campo minado.
Pero Sísifo mira la TV y no contesta. Ve miles de piedras
arrastradas por miles de Sísifos: átomos
sin iniciativa propia, electricidad al vacío.
Estamos en los albores de una época de sayayines, dice por fin. El mundo
se arrisca las mangas para alistarse a pelear
contra sus propios demonios. ¿Qué demonio salta por su cuenta
de un cuarto piso?
A los demonios también les da vértigo. El tiovivo les causa mareos,
les retrasa la regla. Aunque no tienen reglas: su primera
regla. Defina demonio: un basurero que sufre de vértigos y se pierde
como un punto en la solidaria oscuridad, un ovni, un carrusel en la
mente. No, no hay nada alrededor, hay un vacío como el que existe
de estrella a estrella.