jueves, septiembre 11

El maquinista



Mi madre está amordazada
en la habitación vacía de su mente.
Si alza la voz para detener al tren
que viene a embestirme,
amarrado como estoy con palabras de hierro,
mi padre, el maquinista, no sólo me aplastará, cercenará
hasta la lengua mis huesos, triturará mis dedos de algodón
en un molino como el que mi abuela usaba.
Yo he tirado torpemente un vaso sobre la mesa de las visitas
y antes de que la máquina se estrelle contra mi boca
que no puede hablar leche ni agua, azúcar
sobre el mantel, ni ser una boa,
alzo mi brazo con el instinto de las golondrinas
que abandonan a sus crías cuando se acerca un extraño.
Ojalá una palanca detuviera el alud
que veloz viene a segarme,
el toro que con cuernos de metal atraviesa la puerta
tras la que me escondo –el rincón de los libros–
y no sentir que me aplasta
ese tótem de arena, escupitajo de mierda,
 
hasta que salen chispas de mis costillas.

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