II. Confesiones
La espera
La espera es otra manera de comprender el paso del tiempo. Me gustaría afirmar mejor que el tiempo no pasa, que no existe, es una ilusión. En cierto modo es cierto, pero qué mejor que aceptar que el tiempo, existencia que es, y no propiamente convención, no imaginería colectiva, el tiempo somos nosotros mismos. Comprender el tiempo es sabernos tiempo. Si no nos diéramos cuenta que este presente que vivimos, que esta vida no es para siempre, no tomaríamos las grandes decisiones. En la medida en que aceptamos ese paso, esa irreversibilidad, somos intemporales. Paciencia, digo y me digo. Lo demás, el apuro, la angustia, el sofoco de verse inmiscuido en una realidad que parece no pertenecernos, o al contrario, rebasarnos, es tiempo en espera de imagen. Es que nosotros, a fin de cuentas, somos apenas imagen del tiempo.
El desencanto
Hay ocasiones en que se busca la tranquilidad a toda costa, al presentir el ruido que revolotea alrededor de una atmósfera pesada e irrespirable. Hay veces que el espacio nos parece tan liviano, tan enrarecido, que estamos a punto de dejarnos llevar por las circunstancias como si fuéramos partículas de polvo. Hay días, meses, estaciones en que no sentimos formar parte de lo que vemos, como si ni siquiera fuéramos capaces ni tuviéramos derecho de presenciar esa proyección vital en la pantalla, ajena a nuestra pesadez e incomprensible ante nuestra autocompasión. Se intuye que el remedio a ese sinsentido se haya en el espacio mismo que nos abruma. Y uno a veces se entrega a la paciencia y otras a la desesperación: o se resigna a la espera de un indicio de ruta que nunca parece llegar, o huye del tiempo. Somos los ojos asombrados de la naturaleza, hasta que llega el fantasma de la locura a confundir nuestros sentidos, nuestras realidades. No hablamos cuando hablamos, y lo que escuchamos nos suena retórico, falso e inútil. O si no, no hallamos cómo esa razón de otros nos conmueva (todos tienen la razón sobre todo, excepto uno mismo). Nuestros pensamientos no corresponden a nuestras palabras. No sentimos, o nunca habíamos sentido eso indecible, inexpresable, eso que no es amor u odio, sino ausencia. Nos contradecimos, nos subestimamos, nos representamos.
A nosotros nos fue dado el aprender a vivir, a inventarnos una imagen real o imaginada (una imagen que niega la nada; no imaginaria) de nosotros mismos, o el desencantarnos de la existencia. Si el encanto nos envuelve en un aura de plenitud, el desencanto mal comprendido –si acaso no percibimos en él una necesaria reconducción– nos despoja de aquello que alguna vez nos dio sentido, de aquello que pudimos apreciar con nuestros sentidos: ...un largo etcétera. El desencanto viene de la Nada y a ella nos conduce, es la voz sigilosa de la muerte (como toda muerte que conocemos los vivos: metafórica). Caminamos por calles, las mismas de siempre, que siempre descubrimos (o nos descubren) diferentes, ahora con un velo ocultándonos el misterio. Nada nos satisface ya. Nada sabemos sino el terror de descubrirnos hablando de lo que ignoramos. A penas si nos queda ser testigos fieles de esa –esperemos redimible– vacuidad.
Elogio de la sonrisa
Una música cotidiana, capaz de superar al dramatismo tragicómico que en la vida muchos llevamos a cuestas como una joroba estorbosa: la sonrisa, que salva de la adversidad. No nos libera. Ni tampoco lo contrario. Más bien es el reflejo de un estado del alma, que deja deslizarse a cuentagotas por el rostro el gozo de disfrutar el presente. Sencillamente, sin cuestionarlo ni reclamarle nada, la sonrisa agradece al mundo por ser mundo, tal cual es. Sonreír es pactar un trato de paz con nuestras circunstancias. No deshace los nudos de la confusión como la risa –esa espada gordiana–, sino que es como un Cristo caminando sobre las aguas, o como un mosquito. Manifiesta nuestra fe en el tiempo.
Encuentros
1
El solitario pinta su raya, es un anacoreta dedicado a la religión de la soledad, un atento celador de su pequeño espacio. Impide cualquier cercanía que invada su intimidad, aquello que a sí mismo se comparte y consigo mismo goza sin necesidad de nadie más. Aprende de sí cuanto le es necesario para convivir (consigo mismo). Hay un sabor entre dulce y amargo en su soledad, dulce en el orgullo de ser su propio juez, su testigo, el victimario y la propia víctima de sus actos; amargo en el sentido de que se pierde muchos, de muchísimos encuentros con personas para las cuales él mismo sería motivo de encuentro (bajo una perspectiva que muy poco o nada coincidiría con la suya, por supuesto).
Por otro lado, el solo es un tipo de solitario que desea la compañía. Al margen de los otros, desea humedecerse con su presencia. Él mismo se sabe tan otro cualquiera como los que pasan sin verle o prestarle atención. Está fuera de sí porque de pronto se ignora centro entre otros centros tan importantes como él y al mismo tiempo tan diversos ante él y entre sí. Quizá piense que aquellos demás que frente a él pasan posean un sentido que le está oculto, es un misterio. Y olvida el sentido de su propio misterio.
Y es que quizá, en reciprocidad me atrevo a aventurar, todo solitario sea también un solo, quizá todo solitario en el fondo desee más compañía que la de sus pensamientos.
2
La soledad nos provee lo necesario para callar todo el ruido cotidiano y oír, desde nuestro ser más íntimo, quiénes somos y por qué estamos donde estamos, por qué hacemos lo que hacemos, nos acompañamos de quienes nos acompañamos. La soledad es tan importante como la compañía, pues nos otorga primariamente nuestra propia presencia, sin la cual de ningún modo podríamos acompañarnos de los otros, esos otros que no nos acompañarían en realidad de no ser ellos mismos como son, de no estar vinculados con lo que son. La soledad da congruencia. Destruye la imagen que de nosotros habíamos formado y las imágenes que a los otros no nos permitían ver. Sólo en la soledad vemos nuestro ser al microscopio. Sólo la soledad nos enseña a acompañarnos. Sólo la compañía hace de la soledad un nunca estar solos.
Libros
Son de los mejores acompañantes que podamos tener. Callan cuando así lo deseamos, nos hablan si queremos escucharles; pequeños interlocutores –ojalá una gran mayoría– que caben en la mochila, en el bolsillo o simplemente en la mano, carecen de empacho para estar con nosotros en el íntimo espacio del baño, en la accidentada ruta del camión que nos lleva al trabajo o a la escuela, en las bancas de los parques, mientras esperamos a que llegue nuestra cita, en el café, en la calle, donde sea.
Y lo principal es que poseen un habla propia que ha trascendido la de su autor, que se ha salido de su control y ahora se nos presenta desnuda, sin más cuerpo que sus palabras. Les prestamos nuestra voz, oído, tacto, cada recuerdo, cada imagen que del mundo nos ha impresionado, a la vez que nos dejamos impresionar por su asombro.
Nada mejor que cargar siempre con un sueño –o su paradoja– a la mano para dejarnos invadir por él en el momento más inesperado.
Libertad propicia
El enojo, en un primer nivel, y de allí la ira, no respetan niveles ni reglas, provienen de un no darse su lugar, una frustración del ego que a gritos pide acomodo en un espacio que es para todos, de todos, y en el que cada uno reclama –si no le es dado– lo suyo. Así, la ira se hace patente luego de haber cedido nuestro íntimo espacio, nuestro espacio social o profesional, por el motivo que sea (que nunca es suficiente para convencernos) a favor al fin de una artera práctica del poder. Un poder que carece de conciencia, que niega o disimula el derecho ajeno, del otro. La ira es una exigencia del ser contra los abusos y artimañas de una voz que detesta ser interpelada y se asombra de tener ante sí la humanidad de un interlocutor. Nombres: Rousseau, Martí, Zapata. Movimientos: el romanticismo, el modernismo, las vanguardias. Las revoluciones. La ira reclama con violencia el derecho de nuestros pulmones de respirar a sus anchas, deja ver el fuego que ya nos quema las entrañas y hemos de sacar a toda costa si no queremos perecer calcinados por el terror de desaparecer tanto del mundo que nada quede de nosotros. Carácter el de un revolucionario, ira ojalá que inteligente. Ira que reclama, cuando todo parece carecer de arreglo por vías alternas, su habitación, su casa, su colonia o país. Su palabra. Esgrimimos así nuestro derecho a ser escuchados y tratados como personas importantes, como cualquiera. Hasta entonces no habíamos sido capaces de atentar contra los artilugios de tal o cual autoritarismo. Esa fuerza rezagada, cada vez más amontonada en el interior y con menos espacio para moverse, ha de manifestarse. El enojo nos avisa, en primera instancia: algo o alguien restringe tu persona, defiéndela, de ti, de otros, de ese algo. Y la ira, erupción, actúa a costa de lo que sea. Lo malo es que puede llegar a tener personalidad propia. Y puede también ser cobarde: desquitarse con los más débiles o indefensos. Pero nos espeta: si no lo haces tú, lo hago yo; si no te das tu lugar, te mostraré que debe hacerse, y a como dé lugar. Si nos hemos menospreciado a nosotros mismos, la ira actúa de igual modo. Si nos hemos respetado, y el menosprecio proviene de fuera, la ira recobra por la fuerza el lugar que se nos ha quitado con sutiles o manifiestas vejaciones, intrigas o la simple y llana indiferencia hacia nuestra existencia, los derechos que nos son propios, nuestra libertad.
Sentido
Cada palabra poética lleva en su articulación un sueño del momento final, del momento final, de ese tiempo sin tiempo, donde futuro o pasado carecen de límites o existencia, el sueño de la nada, la otra cara del ser; al reverso de la palabra, de esa vitalidad sin límites, sólo hay silencio. Digo palabra poética por nombrar la carga de sentido del poema, su apertura a las significaciones. Esa voz que es carga de silencio porque está destinada a callar. Ya porque el último punto espere, ya porque marque su ausencia. Aunque también hay ese homenaje al devenir: allí “Piedra de sol”, digamos; pero ése es tiempo que igualmente muere, que se renueva y renueva, que es sucesión y nunca el mismo, nunca anda los mismos pasos, aun si los da con las mismas palabras, porque ya son otras: las que en un principio leímos o escuchamos, han muerto. “Piedra de sol”, tiempo transcurriendo. ¿Por qué sentimos angustia ante el paso del tiempo? Y sin embargo el silencio embarga todos los sentidos de sentido. Le da tiempo al tiempo.
Mirar
Nada cuesta más trabajos que mirar a las personas, realmente mirarlas, a los ojos, esas ventanas de nosotros mismos que quisiéramos muchas veces polarizadas, pero no, muestran el interior de la casa, lo querido y lo no querido, lo deseado y lo indeseado, porque mirar es también dejarse mirar. Pocas personas son capaces de semejante transparencia. Nos traspasan hasta la pared de atrás y nos duele ser conocidos no sólo por ellas, también por nosotros mismos, que entonces aprendemos más de lo que podríamos haber imaginado. La poesía, valga decirlo, es mirada –así se trate de un ensimismamiento. La poesía de la realidad y la realidad de la poesía en el lenguaje. Los malos poetas luego se evidencian porque evitan mirarse primariamente a sí mismos. No se necesita abrir los ojos para mirar –esto me lo ha enseñado alguien que sabe mirar y mirarse. “El cántaro roto” de Paz es un poema que mira con los párpados cerrados. No se necesita mirar sólo con los ojos, aunque no haya, según creo, mejor mirada que ésa. Los oídos, el olfato, las manos, la piel, miran y se dejan mirar. Ello da miedo, es lógico, pues si no cualquiera lo haría y en todo momento. Los poemas nos miran cuando les miramos, nos tocan cuando nos atrevemos a tocarlos, o nos sueñan y por ellos somos capaces de soñar. Lo mejor o lo peor de mirar es que nunca basta con una sola vez: el flujo de la vida, gozosamente, nos invita a ser siempre lo que aunque nos neguemos hemos venido a ser:
Escuchar
Dejar de escuchar es dejar de estar en el mundo, es dejar de saber del mundo nuestro de cada día e instante para situarnos en la nada envidiable nada. Si mirar es mirar el alma, una esencia sin tiempo, intemporal, escuchar es oír el ritmo con que el alma participa del concierto a veces desconcertante del mundo. Cada cabeza, nos dicen, es un mundo; cada cabeza es un lenguaje en busca de la comprensión de otros lenguajes, supongo. Los amigos, que tanto ensalman la existencia, lo son porque son capaces de comprender y participar de nuestro lenguaje, de hacer común un lenguaje, de crear su propio código. Digo esto a sabiendas de que no es fácil escuchar, en la idea de que escribir, también, es un acto rítmico, un acto de oyentes, de comunicación. No hay escritor que no busque ser oído, aunque para esto bien pueda poner sus condiciones. Ni qué decir los músicos, y quizá coincidan pintores y escultores en que la composición de sus cuadros o esculturas expresa el ritmo de una música. Escuchar al otro es reconocerse a uno mismo y es también, entreveo, otra manera de llegar al silencio, un buen silencio: el de aquel que se sabe acompañado. El otro, en el anverso de la moneda, aquel “infierno de silencio”, como le llamaba un amigo, no es sino incomprensión del ritmo de la vida: confusión y miedo devienen de una carencia de lenguaje, de una imagen falsa de sí y de quienes nos rodean. No es que tenga que haber un solo lenguaje, sino que es necesario reconocernos en los múltiples lenguajes que con nosotros se relacionan, o nos buscan (o se dejan hallar) para relacionarse.
Solemos olvidar que escuchar es un acto de amor.
Soñar
Dormir o soñar despierto. Soñar, a fin de cuentas. Dejarse llevar. Los símbolos son sin necesidad de una conciencia: ellos mismos nos dan conciencia. Y es que los sueños, por sí mismos, son también vida, en todos sus espectros. ¿Habría que buscar explicación a la vigilia en la vigilia y a los sueños en los sueños? Lo cierto es que los sueños en definitiva sí rigen nuestra vigilia, son respuestas a preguntas innumerables veces nunca elaboradas del todo, más que en sueños y en el sueño simbolizadas. Allí reside la convergencia del sueño con la poesía. Es como si cada poema fuera un sueño. Comprensibles o no al primer intento, son un acto de rotunda liberación. No obstante, concuerdo con Vicente Huidobro cuando afirma que en el poema el poeta pone en función –en tensión– su mejor conciencia: su atención. Su imaginación. Los sueños son incontrolables. Igual los poemas, que hacen lo que quieren. ¿Entonces? Bueno, pues que la ensoñación del poema nos revela un sentido: sabemos que el lenguaje llegará a algún lado, de algún modo, aun cuando sólo sea para señalar que no existe lugar al cual llegar. Pero ya es algo. Hay que internarse en el lenguaje, dejar que nos envuelva, agudizar el oído. Cabe aclarar, de este modo, que no es lo mismo recordar un sueño que soñar, puesto que el sueño es el hijo rebelde de la memoria. Y en el poema, valga decirlo, soñamos. La vigilia se vuelve más bella cuando se le sueña. Si la vida no es sueño, al menos nos ha sido dado el don de transformarla.