domingo, octubre 23

Perseguidas...



Perseguidas, denostadas, hechas jirones en medio de afilados rayos catódicos, las moscas aprenden, sin convicción, a alumbrar paredes.

viernes, octubre 21

(Phileas Fogg)


Esa tarde, Phileas Fogg tuvo la sensación
de detener el tiempo acariciando
distraídamente
el lomo de un gato. Le parecía que esta muestra
de estima iba bien a su estilo inglés. Podría hacer lo mismo
hasta el anochecer, pensó, entreteniendo sus dedos
en una empresa no del todo trivial. Y es que
este gentleman de talante –dirían algunos– taciturno e ideas fijas
comprendía que el acto deliberado de tener paciencia
atiborraba su memoria de más aventuras
de las que un hombre que las buscara fuera capaz.

El principio de la locura

Descontextualización quizá sea la palabra necesaria para señalar el principio de la locura (la locura como principio universal), una locura que como todo defecto remarcado y llevado a niveles suficientes de necedad e insistencia, a fuerza de tesón lograría adjudicarse, con razón, por paradójico que suene, el título de virtud. Y es que esa posición al margen hace de la autoexclusión un mensaje, sin pretensión de serlo, y mejor dicho un fenómeno constituido en mensaje (visto así desde fuera, desde la supuesta cordura) contra la misma línea que le define como tal, un mensaje o balbuceo que entroniza la lógica de la ilógica, opuesto a toda gramática fija del comportamiento. La locura, razonablemente, no carece de nada, ni siquiera de razón, puesto que no aspira a ella (ni a algo en particular), de allí que siempre logre sus objetivos, que tal vez debiéramos llamar subjetivos, para precisar. Pero la locura del lenguaje –limitándonos a un campo particular–, como el juego (esa locura bien legitimada en ciertos contextos, no en todos, y atacada como tal en otros), obedece a una disciplina de la reglamentación, unos principios básicos convenidos con la propia conciencia. Cada loco con su tema, solemos decir, y los poetas lo oyen sobre sí sin inmutarse, con cierto orgullo del incomprendido por firme decisión personal, y apenas medianamente entendido, no sin esfuerzo. Si nos atenemos a las funciones del lenguaje sugeridas por Jakobson, de verdad que a la poesía bien le valdría nombrarse así, como la locura del lenguaje. Y los lectores, buenos o malos intérpretes de la conciencia, receptores de una sensación placentera para todo iniciado en las artes de la simbolización, cómplices a la escucha desde su diván de lectura. La poesía impone el reto de ser comprendida sin ser entendida, o al menos, de comprenderse a pesar de haberse entendido. Porque el loco es emocionalmente comprensible y tedioso de entender a menos de que se llegue a partir de la desviación, del laberinto en el lenguaje que raya en el aparente atajo, a una mejor complicidad. Descontextualización, se dijo, y se quiso decir más bien transcontextualización. Juego, divertimento. Una rebeldía contra la irrealidad de la realidad, contra la objetividad, o sea, la legitimación de una nueva realidad que hace vibrar los cimientos de la seguridad, que aborda el riesgo de desplazarse en el vértigo de la incertidumbre. La locura del lenguaje, y en su corporeización indispensable, el poema, es una máscara que, al proveer a su portador de un régimen de conciencia que le sobrepasa, le dota además de cualidades universales, de la probabilidad de ser otro, todos y ninguno, nadie. Cuestionamiento más plenamente que afirmación, o afirmación no de la duda sino del misterio que encarna al fin el deambular por eso que llaman realidad y termina siendo otra cosa inabarcable, nunca sólo aquello, esto. Sobre todo, enfermedad que sana al lenguaje, con esa su capacidad histriónica que a veces llaman ficción o mentira, de la verdad, y le descubre muchas de sus verdades, o como dirían algunos, le saca sus trapitos al sol, sin apenas percatarse de ello.

(Publicado en Parque Nandino núm. 4)

jueves, octubre 13

(En este lado del mundo)


En este lado del mundo nada se sabía
del joven poeta encanecido que
fue a morir a Puerto Trakl. Una mujer
le adivinó el destino apenas observando
su rostro: –Serás una sombra
recorriendo los instantes muertos de tu
condescendiente vida en bares de marineros
borrachos, entre historias tanto o más
trágicas que la tuya. Él había ido a morir,
según supe, pero ignoraba
que en este mar embravecido
la muerte nos esperaba pacientemente
a cada uno de nosotros.


(Sobre un tema de Jaime Luis Huenún)

sábado, octubre 8

Dogville


El cielo aherrojado, emputecido hasta las heces. Las casas mugrientas –subterfugios– resoban la lengua del incipiente literato que nunca ha escrito (el fuego podrá borrar más tarde). No un pueblo pequeño, no un topo escabulléndose, el dolor es juez bajo la luna mordisqueada. Un perro ladra. Es lo que sabe decir.

jueves, septiembre 22

(Mi reino fue comido por los buitres...)


Mi reino fue comido por los buitres
un día de sol envenenado de números. Yo
huí en camisa por desiertos que parecían
infinitos, infestados
de beduinos que me aceptarían

dándome un penoso dromedario para seguirlos
al final de su caravana.
Hemos asaltado reinos mejores
de lo que fue el mío
y, por honor, no nos hemos quedado con ninguno.


martes, septiembre 20

Nota

He aquí el libro que poco a poco armé mientras colaboraba cada semana en El Informador con una columna titulada "Temporal". Finalmente decidí juntar todos los artículos y seleccionar aquellos de entre los menos peores, a instancias de León Plascencia Ñol. Y como en el mundo editorial al parecer lo que más hay que educar es el sentido de la paciencia, pues me conformo, por ahora, con poner el librito aquí, completo. La mayoría de los artículos fueron leídos como colaboraciones para el programa "Señales de Humo", de Radio UdeG, el año pasado. Para quienes les sobre tiempo y ganas, dejo De la música el silencio, dedicado a la memoria de mi primo Toño.

De la música el silencio

A Toño Preciado, in memoriam.

I. Del oficio

Inspiración y composición
 La poesía es palabra. Composición, lucha contra el lenguaje con el arma del lenguaje: he aquí una dicotomía difícil de salvar en nuestra época, en que cada uno ha de buscar su propio lenguaje y éste será original en la medida en que no se parezca a ninguno otro. Asunto de titanes el decir algo que nunca antes haya dicho nadie. Asunto quizá imposible. No así el decirlo de una manera original, otra palabra dañada por el exceso de uso, pero que una idea más objetiva de la inspiración y la composición explicaría. Cualquiera que haya leído las poéticas de Aristóteles y de Horacio se sonreiría ante la imagen de que poetas como Homero o Virgilio transcribían el dictado de una musa. En cambio, vería en ellos un trabajo de inspiración en cada poema, una inspiración trabajada con inteligencia.
Horacio aconsejaba guardar un poema por nueve años en un cajón, no sin antes mostrarlo al escrutinio de quienes sabían valorar la poesía. En un sentido más moderno –mejor dicho, más reciente–, que no desmiente a éste, Ezra Pound afirmaba que más le valía a un poeta escribir una sola imagen en toda su vida que hacer obras voluminosas. En un sentido biológico que ni aun por obvio podemos dejar de mencionar, la inspiración es el primer paso de un proceso continuo y rítmico en que la sangre se regenera.
Al concebir “El cementerio marino” Paul Valéry fue inspirado por la forma de un ritmo específico (el decasílabo rimado). Todo fue dejar llevar su espíritu por el rigor de una armonía. Sobran nombres qué citar acerca del valor de la inspiración y el del arduo trabajo de conocer el oficio de escribir. Inspiración y composición no son sino los ingredientes, en porciones variables según el gusto, de una misma receta irrepetible. No importa quién la cocine. O como dijera Picasso –y pudiera no haber sido él: yo no sé si exista o no la inspiración, pero que me encuentre trabajando.

Voz en relación
El modo de hablar, de hacer real la posibilidad del lenguaje, nos describe, nos muestra, al igual que otros signos visibles: las camisas que usamos, los pantalones, el modo como los vestimos. La vida está plagada de signos; todo en ella, de algún modo, comunica. Nuestra voz no se salva. Cuando alguien escribe un cuento —lo digo con el fin de saltar a la escritura, aunque ya desde el principio hemos estado ahí—, realiza su voz. O un poema, una novela, una canción, cualquier otra obra.
Ser original no es precisamente negar las múltiples voces con las cuales convivimos, sino saber distinguir nuestra voz de entre todas, pero saber también que nuestra voz surge de otras voces y con ellas se relaciona.
Según Kandinsky, cada cultura produce un arte nuevo, hijo de su época. Hoy cabe agregar: cada persona aporta lo propio de acuerdo a la relación que mantiene con su realidad —una realidad temporal, cambiante, diversa. Cada obra manifiesta una concepción diferente del mundo. Al trabajarla, lo que se busca es limpiarla de timbres ajenos que dificultan su comprensión.
La influencia de otras voces es tan inevitable como deseable: heredamos las facciones de un rostro que cambiará de acuerdo a sus circunstancias. Quien, sin negar sus deudas o contribuciones, ha encontrado su voz, sabe que ha de perderla múltiples veces en el transcurso de la vida, pues la más genuina voz es aquella que siempre está por descubrirse.

De oficiantes
No es lo mismo escribir con el teclado suave de una computadora que con la metralla de una Olivetti; constatar los relieves en la hoja bond rellenos de tinta fresca o el espacio luminoso de la página electrónica manchándose de negro. En el habla se despliega una delectación por los gestos del interlocutor; en la escritura los imaginamos. Se ama cada aspecto del oficio: el brillo húmedo del papel recién impreso en la Hewlett Packard, los diseños de la tipografía, el color de los caracteres, las increíbles posibilidades del Word. Aunque ¿cómo dejar atrás aquel retumbar de tren de los dedos sobre el teclado de la máquina de escribir? Las yemas sucias de tinta, el aroma cálido de las hojas, el zumbar del rodillo al cambiar de renglón, al notar que la hoja ha sido desbordada, al regresar sobre lo andado para corregir, tachar, completar. O bien, trazar el vuelo de la escritura con la pluma fuente. En el cuaderno diario o el cartapacio de costumbre. En esa intimidad muchas veces sin lectores. Y, en el otro lado de la balanza, entre los hallazgos del bibliófilo, ciertas sutilezas entrañables: pasar las páginas del libro, oler el tiempo blanco o amarillo de sus hojas, entretenerse con anotaciones al margen… Pero el escribir, ya diálogo o monólogo o soliloquio que sea, responde a una incógnita (o muchísimas, no limitemos) surgida de nosotros mismos y que sólo nosotros somos capaces de descubrir. Hay un amor de oficiante, más que de oficioso, en el doble acto de leer y escribir. Bajo este precepto, una lectura rápida sería un acto de incomprensión. Leer y escribir son ritos sagrados. Actos de ociosos, en todo caso. Son un placer.

Publicar
Si publicar fuera tan importante como soñar, lo buscaría uno todo el tiempo. Pero no es para nada importante. Lo es comunicarse, dialogar, de alguna manera convivir a partir de la escritura, reflexionar, conocerse y reconocer el mundo, mas publicar nada más por hacer pública la propia estupidez, para que el nombre salga en el periódico o que titule un libro malo, mejor abstenerse. Firmar un texto significa tan sólo adquirir una responsabilidad ante lo dicho, dibujar con el nombre una huella digital que señala el último rasgo de una personalidad configurada, esbozada por las letras que le siguen o preceden. De los textos que uno escribe los hay buenos como los hay malos, y los “buenos textos” no lo son por estar bien redactados, sino bien imaginados. Imaginar bien es pensar bien, y por eso escribir bien, y es que escribir congrega algo mejor que sólo aplicar o dejar ver una técnica. Se trata de un movimiento natural. Al escribir, se sueña. Lo único malo de lo malo que uno escribe es que al publicarlo es ya imposible borrarlo, tacharlo, reescribirlo o tirarlo a la basura. La imaginación abre las puertas de la percepción, nos abre los sentidos para sentir al otro y comunicarlo. Una deficiente comprensión del fenómeno de la escritura es pensar que somos “más” mientras más aparece nuestro nombre en las revistas o más se nos menciona en las cátedras. Lo que habría que esperar –y afirmarlo compromete– es esa limpieza de sentido en el diálogo que abrimos y ofrecemos al prójimo, ese tan deseable próximo. Escribimos por necesidad de sacar del cuerpo aquello que de permanecer dentro nos envenenaría: al echarlo fuera sanamos de esa enfermedad de vivir sólo para nosotros mismos. Lo demás, la fama, las becas, los premios y tantas otras pretensiones, son asuntos extra–artísticos, y en ese sentido innecesarios. Al menos no debieran estorbar el nacimiento de la obra.

La estela de una pregunta
Escribió alguna vez Pablo Neruda que a él no le gustaba masticar teorías. Hablar de arte creo que es poner las preguntas sobre la mesa, con la esperanza de que esas palabras sugieran alguna respuesta. Pero tampoco en realidad se espera la respuesta: en el signo de interrogación, allí, sutil, se dibuja el gancho que nos une con el hacer poemas. Es como oler el pan en las panaderías cuando ya el horno se ha enfriado y sólo queda el recuerdo del amasijo. Huidobro propuso un esquema que explicaba la trayectoria que seguía la percepción sensitiva del mundo objetivo hasta el lugar del poema como una realidad aparte: el poeta equilibraba su técnica y su percepción subjetiva de modo que lograba hacerse de un estilo. De lo contrario, si cualquiera de éstas dos dominaba sobre la otra, su expresión caía en el amaneramiento. Neruda bien supo que por más teorías que se mastiquen, los gustos no son los mismos para nadie. Las fórmulas existen para romperse, si no es que nacen ya muertas. Si el poema parece ser la huella que pronto borrará la lluvia, no imagino qué pasará con lo que se dice de él. Breton pugnó por descubrir el polvo alojado bajo la alfombra de la conciencia. Marinetti desentrañó otra perspectiva del tiempo, congelándolo en el movimiento. Se han abierto muchas puertas a la creatividad, que sus artífices han cerrado tras de sí. ¿Está de más hablar sobre poesía? Octavio Paz llegó a cambiar de opinión una y otra vez respecto a lo que había publicado: sus puntos de vista, o se habían ampliado, o ya eran otros. ¿Es ése un motivo por el cual no debiéramos hablar? ¿No es mejor estar bien seguros de lo que decimos antes de publicarlo? Y si no hablamos, si no conversamos sobre lo que pensamos y sentimos, sobre lo que la percepción de nuestros sentidos provoca al pensamiento, y el pensamiento a nuestra realidad, entonces ¿cómo nos daríamos cuenta de que estamos equivocados? Ninguna teoría ni ningún estudio podrán suplir jamás el poder sutil o flagrante de un poema, pero ¿por qué privarse de una conversación que, con suerte, trazará la estela de una buena pregunta?

Brevedad
En pocas palabras decir lo mucho, en muchas palabras decir mucho más: si lo que deseamos es comunicarnos, entre más exacto, más preciso sea nuestro lenguaje, estaremos seguros de que quien lee o escucha, recibe con un mínimo margen de error nuestros mensajes. El o los espacios en blanco de una página son un homenaje al silencio (también pueden ser una vociferación contra la palabra, lo que viene a caer en la misma idea). Poemas de un solo verso, haikús o textos pequeñitos resaltan las más de las veces el espacio vacío. El propio vacío que somos, perplejos ante la inmensidad del universo. Podríamos bautizar al lenguaje más eficaz como aquel capaz de generar, con su indispensable precisión –sin negligencia del decir– el silencio que espera al filo de la última letra o signo de puntuación.
Claro que se agradece leer esas novelas extensas, esos ladrillos que jamás nos aburren, que no somos capaces de abandonar. No dicen más de lo que quieren decir, y lo que dicen quizá nos acompañe mientras sorbemos el café de una taza y miramos la lluvia golpear la ventana. Aun las novelas más extensas, las imprescindibles, las logradas, son breves. Si dijeran más de lo que necesitan se volverían insoportables. Ahora que también novelas cortas como La tumba, El apando o Las batallas en el desierto nos otorgan un regalo: el tiempo necesario para conocer otras historias (o releer las conocidas). Experimentamos nostalgia por esos libros que en poco tiempo tanto nos dieron. Siempre queda un agradable resabio de los paisajes que vimos al trasladarnos por el hilo tenso de su teleférico. La brevedad se aplica a cualquier género, la brevedad como aquí he querido entenderla: una economía de lenguaje. Esta información, poca o mucha, con estos medios y de esta forma, me dan por resultado sólo y únicamente lo que quiero decir, lo que descubro querer decir al escribirlo.

De la música el silencio
El silencio es un camino inescrutable, poco o nada sabemos qué nos depara detrás de él, a dónde, entre la oscuridad, nos llevará. Y sin embargo allá vamos, siempre, ineludiblemente, hacia ese estado de la conciencia que nos borra la personalidad, los deseos, las imágenes y hasta esa línea del destino que pretendemos controlar. Cierto que el silencio es espejo: un espejo que es puerta y abrimos hacia el interior, hacia nuestra personal profundidad. En algún momento nos hallamos en esa encrucijada. Las palabras están de más, y la mirada se adentra en quién sabe qué recónditos pensares o sentires, en procura de la nada más absoluta. El decir y el hacer que nos hacen, que somos cada día, se transforman, se transparentan, muestran que un ciclo en la vida ha terminado. Se ha hecho mucho o poco, no se sabe, sólo resta callar, ensimismarse: procurarnos otra piel y otros ojos con qué mirar lo que el mundo ofrece, el mundo que somos. El silencio es transparente como el agua tranquila. Hay incertidumbre, sí, pero no ahí, en ese lugar al margen, en esa mirada. La música del silencio no tarda en dejarse oír para quien tiende sus sentidos enteros a la percepción. Un silencio que no es inmovilidad, pasividad, incapacidad, sino que es eje y es móvil. Sólo escuchar de la música el silencio.

El gran libro del mundo
Por medio del lenguaje, principalmente, es que conocemos el mundo. De muy niños absorbíamos las cosas lo más posible con la boca, con las manos, las rodillas, los ojos atónitos: chupábamos todo lo que estuviera a nuestro alcance, comenzando por nosotros mismos; andábamos a gatas y así descubríamos el suelo vedado a los adultos; empezábamos por caminar y pronto los tropezones ya formaban parte de nuestras diarias experiencias. El sabor terroso del barro, el pequeño lago convertido en remolino dentro de un cuarto que parecía inmenso, los colores dibujados en las paredes, a semejanza de los trazados en Altamira. Lo dicho por los mayores era sólo borucas. Quién sabe qué querían decir con su alboroto, su tanto hablar. Y abajo, desde donde el mundo nos era tan sorprendente, en el raso suelo donde nos gustaba ensuciarnos, la vida era otra: texturas, olores, visiones nuevas. Conforme las cosas fueron reduciendo su tamaño, a medida que el suelo, del que tanto aprendimos, fue quedando como un paisaje a la distancia, empezamos a reconocer el entorno mediante otra manera propia del lenguaje: la palabra.
Las palabras nos referían a aquello que antes apenas si conocíamos sobre todo por las sensaciones que nos proporcionaba, la textura de sus sonidos, la diversidad de sus colores, su capacidad para formar parte de nuestros juegos. Y vinieron a encerrar en una mezcla de sonidos un significado, una alquimia aprendida directamente de la realidad. Pero la mayoría de las veces carecían de existencia, de ser, eran como ojos de vidrio que no miraban. Les faltaba un enfoque lúdico; podían amontonarse en una pila y ser quemadas sin perderse absolutamente nada. Entonces, o quizá ocurrió desde siempre, como por un asunto mágico que ignoramos a quién o a qué se lo debemos, descubrimos que ciertas palabras sonaban distintas de las otras y que creaban de por sí una realidad independiente. En algún momento supimos que a aquella experiencia algunos la llamaban poesía: las palabras eran el mundo, el mundo que quiso conocer Descartes sin creerle nada a nadie más que a sí mismo, a la vez que un mundo ilimitado en su gran lectura simbólica.
II. Confesiones

La espera
La espera es otra manera de comprender el paso del tiempo. Me gustaría afirmar mejor que el tiempo no pasa, que no existe, es una ilusión. En cierto modo es cierto, pero qué mejor que aceptar que el tiempo, existencia que es, y no propiamente convención, no imaginería colectiva, el tiempo somos nosotros mismos. Comprender el tiempo es sabernos tiempo. Si no nos diéramos cuenta que este presente que vivimos, que esta vida no es para siempre, no tomaríamos las grandes decisiones. En la medida en que aceptamos ese paso, esa irreversibilidad, somos intemporales. Paciencia, digo y me digo. Lo demás, el apuro, la angustia, el sofoco de verse inmiscuido en una realidad que parece no pertenecernos, o al contrario, rebasarnos, es tiempo en espera de imagen. Es que nosotros, a fin de cuentas, somos apenas imagen del tiempo.

El desencanto
Hay ocasiones en que se busca la tranquilidad a toda costa, al presentir el ruido que revolotea alrededor de una atmósfera pesada e irrespirable. Hay veces que el espacio nos parece tan liviano, tan enrarecido, que estamos a punto de dejarnos llevar por las circunstancias como si fuéramos partículas de polvo. Hay días, meses, estaciones en que no sentimos formar parte de lo que vemos, como si ni siquiera fuéramos capaces ni tuviéramos derecho de presenciar esa proyección vital en la pantalla, ajena a nuestra pesadez e incomprensible ante nuestra autocompasión. Se intuye que el remedio a ese sinsentido se haya en el espacio mismo que nos abruma. Y uno a veces se entrega a la paciencia y otras a la desesperación: o se resigna a la espera de un indicio de ruta que nunca parece llegar, o huye del tiempo. Somos los ojos asombrados de la naturaleza, hasta que llega el fantasma de la locura a confundir nuestros sentidos, nuestras realidades. No hablamos cuando hablamos, y lo que escuchamos nos suena retórico, falso e inútil. O si no, no hallamos cómo esa razón de otros nos conmueva (todos tienen la razón sobre todo, excepto uno mismo). Nuestros pensamientos no corresponden a nuestras palabras. No sentimos, o nunca habíamos sentido eso indecible, inexpresable, eso que no es amor u odio, sino ausencia. Nos contradecimos, nos subestimamos, nos representamos.
A nosotros nos fue dado el aprender a vivir, a inventarnos una imagen real o imaginada (una imagen que niega la nada; no imaginaria) de nosotros mismos, o el desencantarnos de la existencia. Si el encanto nos envuelve en un aura de plenitud, el desencanto mal comprendido –si acaso no percibimos en él una necesaria reconducción– nos despoja de aquello que alguna vez nos dio sentido, de aquello que pudimos apreciar con nuestros sentidos: ...un largo etcétera. El desencanto viene de la Nada y a ella nos conduce, es la voz sigilosa de la muerte (como toda muerte que conocemos los vivos: metafórica). Caminamos por calles, las mismas de siempre, que siempre descubrimos (o nos descubren) diferentes, ahora con un velo ocultándonos el misterio. Nada nos satisface ya. Nada sabemos sino el terror de descubrirnos hablando de lo que ignoramos. A penas si nos queda ser testigos fieles de esa –esperemos redimible– vacuidad.

Elogio de la sonrisa
Una música cotidiana, capaz de superar al dramatismo tragicómico que en la vida muchos llevamos a cuestas como una joroba estorbosa: la sonrisa, que salva de la adversidad. No nos libera. Ni tampoco lo contrario. Más bien es el reflejo de un estado del alma, que deja deslizarse a cuentagotas por el rostro el gozo de disfrutar el presente. Sencillamente, sin cuestionarlo ni reclamarle nada, la sonrisa agradece al mundo por ser mundo, tal cual es. Sonreír es pactar un trato de paz con nuestras circunstancias. No deshace los nudos de la confusión como la risa –esa espada gordiana–, sino que es como un Cristo caminando sobre las aguas, o como un mosquito. Manifiesta nuestra fe en el tiempo.

Encuentros
1
El solitario pinta su raya, es un anacoreta dedicado a la religión de la soledad, un atento celador de su pequeño espacio. Impide cualquier cercanía que invada su intimidad, aquello que a sí mismo se comparte y consigo mismo goza sin necesidad de nadie más. Aprende de sí cuanto le es necesario para convivir (consigo mismo). Hay un sabor entre dulce y amargo en su soledad, dulce en el orgullo de ser su propio juez, su testigo, el victimario y la propia víctima de sus actos; amargo en el sentido de que se pierde muchos, de muchísimos encuentros con personas para las cuales él mismo sería motivo de encuentro (bajo una perspectiva que muy poco o nada coincidiría con la suya, por supuesto).
Por otro lado, el solo es un tipo de solitario que desea la compañía. Al margen de los otros, desea humedecerse con su presencia. Él mismo se sabe tan otro cualquiera como los que pasan sin verle o prestarle atención. Está fuera de sí porque de pronto se ignora centro entre otros centros tan importantes como él y al mismo tiempo tan diversos ante él y entre sí. Quizá piense que aquellos demás que frente a él pasan posean un sentido que le está oculto, es un misterio. Y olvida el sentido de su propio misterio.
Y es que quizá, en reciprocidad me atrevo a aventurar, todo solitario sea también un solo, quizá todo solitario en el fondo desee más compañía que la de sus pensamientos.

2
La soledad nos provee lo necesario para callar todo el ruido cotidiano y oír, desde nuestro ser más íntimo, quiénes somos y por qué estamos donde estamos, por qué hacemos lo que hacemos, nos acompañamos de quienes nos acompañamos. La soledad es tan importante como la compañía, pues nos otorga primariamente nuestra propia presencia, sin la cual de ningún modo podríamos acompañarnos de los otros, esos otros que no nos acompañarían en realidad de no ser ellos mismos como son, de no estar vinculados con lo que son. La soledad da congruencia. Destruye la imagen que de nosotros habíamos formado y las imágenes que a los otros no nos permitían ver. Sólo en la soledad vemos nuestro ser al microscopio. Sólo la soledad nos enseña a acompañarnos. Sólo la compañía hace de la soledad un nunca estar solos.

Libros
Son de los mejores acompañantes que podamos tener. Callan cuando así lo deseamos, nos hablan si queremos escucharles; pequeños interlocutores –ojalá una gran mayoría– que caben en la mochila, en el bolsillo o simplemente en la mano, carecen de empacho para estar con nosotros en el íntimo espacio del baño, en la accidentada ruta del camión que nos lleva al trabajo o a la escuela, en las bancas de los parques, mientras esperamos a que llegue nuestra cita, en el café, en la calle, donde sea.
Y lo principal es que poseen un habla propia que ha trascendido la de su autor, que se ha salido de su control y ahora se nos presenta desnuda, sin más cuerpo que sus palabras. Les prestamos nuestra voz, oído, tacto, cada recuerdo, cada imagen que del mundo nos ha impresionado, a la vez que nos dejamos impresionar por su asombro.
Nada mejor que cargar siempre con un sueño –o su paradoja– a la mano para dejarnos invadir por él en el momento más inesperado.

Libertad propicia
El enojo, en un primer nivel, y de allí la ira, no respetan niveles ni reglas, provienen de un no darse su lugar, una frustración del ego que a gritos pide acomodo en un espacio que es para todos, de todos, y en el que cada uno reclama –si no le es dado– lo suyo. Así, la ira se hace patente luego de haber cedido nuestro íntimo espacio, nuestro espacio social o profesional, por el motivo que sea (que nunca es suficiente para convencernos) a favor al fin de una artera práctica del poder. Un poder que carece de conciencia, que niega o disimula el derecho ajeno, del otro. La ira es una exigencia del ser contra los abusos y artimañas de una voz que detesta ser interpelada y se asombra de tener ante sí la humanidad de un interlocutor. Nombres: Rousseau, Martí, Zapata. Movimientos: el romanticismo, el modernismo, las vanguardias. Las revoluciones. La ira reclama con violencia el derecho de nuestros pulmones de respirar a sus anchas, deja ver el fuego que ya nos quema las entrañas y hemos de sacar a toda costa si no queremos perecer calcinados por el terror de desaparecer tanto del mundo que nada quede de nosotros. Carácter el de un revolucionario, ira ojalá que inteligente. Ira que reclama, cuando todo parece carecer de arreglo por vías alternas, su habitación, su casa, su colonia o país. Su palabra. Esgrimimos así nuestro derecho a ser escuchados y tratados como personas importantes, como cualquiera. Hasta entonces no habíamos sido capaces de atentar contra los artilugios de tal o cual autoritarismo. Esa fuerza rezagada, cada vez más amontonada en el interior y con menos espacio para moverse, ha de manifestarse. El enojo nos avisa, en primera instancia: algo o alguien restringe tu persona, defiéndela, de ti, de otros, de ese algo. Y la ira, erupción, actúa a costa de lo que sea. Lo malo es que puede llegar a tener personalidad propia. Y puede también ser cobarde: desquitarse con los más débiles o indefensos. Pero nos espeta: si no lo haces tú, lo hago yo; si no te das tu lugar, te mostraré que debe hacerse, y a como dé lugar. Si nos hemos menospreciado a nosotros mismos, la ira actúa de igual modo. Si nos hemos respetado, y el menosprecio proviene de fuera, la ira recobra por la fuerza el lugar que se nos ha quitado con sutiles o manifiestas vejaciones, intrigas o la simple y llana indiferencia hacia nuestra existencia, los derechos que nos son propios, nuestra libertad.

Sentido
Cada palabra poética lleva en su articulación un sueño del momento final, del momento final, de ese tiempo sin tiempo, donde futuro o pasado carecen de límites o existencia, el sueño de la nada, la otra cara del ser; al reverso de la palabra, de esa vitalidad sin límites, sólo hay silencio. Digo palabra poética por nombrar la carga de sentido del poema, su apertura a las significaciones. Esa voz que es carga de silencio porque está destinada a callar. Ya porque el último punto espere, ya porque marque su ausencia. Aunque también hay ese homenaje al devenir: allí “Piedra de sol”, digamos; pero ése es tiempo que igualmente muere, que se renueva y renueva, que es sucesión y nunca el mismo, nunca anda los mismos pasos, aun si los da con las mismas palabras, porque ya son otras: las que en un principio leímos o escuchamos, han muerto. “Piedra de sol”, tiempo transcurriendo. ¿Por qué sentimos angustia ante el paso del tiempo? Y sin embargo el silencio embarga todos los sentidos de sentido. Le da tiempo al tiempo.

Mirar
Nada cuesta más trabajos que mirar a las personas, realmente mirarlas, a los ojos, esas ventanas de nosotros mismos que quisiéramos muchas veces polarizadas, pero no, muestran el interior de la casa, lo querido y lo no querido, lo deseado y lo indeseado, porque mirar es también dejarse mirar. Pocas personas son capaces de semejante transparencia. Nos traspasan hasta la pared de atrás y nos duele ser conocidos no sólo por ellas, también por nosotros mismos, que entonces aprendemos más de lo que podríamos haber imaginado. La poesía, valga decirlo, es mirada –así se trate de un ensimismamiento. La poesía de la realidad y la realidad de la poesía en el lenguaje. Los malos poetas luego se evidencian porque evitan mirarse primariamente a sí mismos. No se necesita abrir los ojos para mirar –esto me lo ha enseñado alguien que sabe mirar y mirarse. “El cántaro roto” de Paz es un poema que mira con los párpados cerrados. No se necesita mirar sólo con los ojos, aunque no haya, según creo, mejor mirada que ésa. Los oídos, el olfato, las manos, la piel, miran y se dejan mirar. Ello da miedo, es lógico, pues si no cualquiera lo haría y en todo momento. Los poemas nos miran cuando les miramos, nos tocan cuando nos atrevemos a tocarlos, o nos sueñan y por ellos somos capaces de soñar. Lo mejor o lo peor de mirar es que nunca basta con una sola vez: el flujo de la vida, gozosamente, nos invita a ser siempre lo que aunque nos neguemos hemos venido a ser:

Escuchar
Dejar de escuchar es dejar de estar en el mundo, es dejar de saber del mundo nuestro de cada día e instante para situarnos en la nada envidiable nada. Si mirar es mirar el alma, una esencia sin tiempo, intemporal, escuchar es oír el ritmo con que el alma participa del concierto a veces desconcertante del mundo. Cada cabeza, nos dicen, es un mundo; cada cabeza es un lenguaje en busca de la comprensión de otros lenguajes, supongo. Los amigos, que tanto ensalman la existencia, lo son porque son capaces de comprender y participar de nuestro lenguaje, de hacer común un lenguaje, de crear su propio código. Digo esto a sabiendas de que no es fácil escuchar, en la idea de que escribir, también, es un acto rítmico, un acto de oyentes, de comunicación. No hay escritor que no busque ser oído, aunque para esto bien pueda poner sus condiciones. Ni qué decir los músicos, y quizá coincidan pintores y escultores en que la composición de sus cuadros o esculturas expresa el ritmo de una música. Escuchar al otro es reconocerse a uno mismo y es también, entreveo, otra manera de llegar al silencio, un buen silencio: el de aquel que se sabe acompañado. El otro, en el anverso de la moneda, aquel “infierno de silencio”, como le llamaba un amigo, no es sino incomprensión del ritmo de la vida: confusión y miedo devienen de una carencia de lenguaje, de una imagen falsa de sí y de quienes nos rodean. No es que tenga que haber un solo lenguaje, sino que es necesario reconocernos en los múltiples lenguajes que con nosotros se relacionan, o nos buscan (o se dejan hallar) para relacionarse.
Solemos olvidar que escuchar es un acto de amor.

Soñar
Dormir o soñar despierto. Soñar, a fin de cuentas. Dejarse llevar. Los símbolos son sin necesidad de una conciencia: ellos mismos nos dan conciencia. Y es que los sueños, por sí mismos, son también vida, en todos sus espectros. ¿Habría que buscar explicación a la vigilia en la vigilia y a los sueños en los sueños? Lo cierto es que los sueños en definitiva sí rigen nuestra vigilia, son respuestas a preguntas innumerables veces nunca elaboradas del todo, más que en sueños y en el sueño simbolizadas. Allí reside la convergencia del sueño con la poesía. Es como si cada poema fuera un sueño. Comprensibles o no al primer intento, son un acto de rotunda liberación. No obstante, concuerdo con Vicente Huidobro cuando afirma que en el poema el poeta pone en función –en tensión– su mejor conciencia: su atención. Su imaginación. Los sueños son incontrolables. Igual los poemas, que hacen lo que quieren. ¿Entonces? Bueno, pues que la ensoñación del poema nos revela un sentido: sabemos que el lenguaje llegará a algún lado, de algún modo, aun cuando sólo sea para señalar que no existe lugar al cual llegar. Pero ya es algo. Hay que internarse en el lenguaje, dejar que nos envuelva, agudizar el oído. Cabe aclarar, de este modo, que no es lo mismo recordar un sueño que soñar, puesto que el sueño es el hijo rebelde de la memoria. Y en el poema, valga decirlo, soñamos. La vigilia se vuelve más bella cuando se le sueña. Si la vida no es sueño, al menos nos ha sido dado el don de transformarla.