jueves, diciembre 26

Soñar

Dormir o soñar despierto. Soñar, a fin de cuentas. Dejarse llevar. Los símbolos son sin necesidad de hacerlos conscientes: ellos mismos nos dan conciencia. Y es que los sueños, por sí mismos, son también vida. ¿Habría que buscar explicación a la vigilia en la vigilia y a los sueños en los sueños? Lo cierto es que los sueños pueden regir nuestra vigilia, ser respuestas a preguntas innumerables veces nunca elaboradas del todo. Allí reside una de las convergencias de los sueños con la poesía: hay poemas que son como sueños. Comprensibles o no al primer intento, son un acto de rotunda liberación. No obstante, concuerdo con Vicente Huidobro cuando afirma que en el poema el poeta pone en función –en tensión– su mejor conciencia: su atención. Su imaginación. Los sueños son incontrolables. Igual los poemas, que hacen lo que quieren. ¿Entonces? Bueno, pues que la ensoñación de ciertos poemas nos revela un sentido: sabemos que el lenguaje llegará a algún lado, de algún modo, aun cuando sea para señalar que no existe lugar al cual llegar. Pero ya es algo. Hay que internarse en el lenguaje, dejar que nos envuelva, aguzar el oído. Cabe aclarar, de este modo, que no es lo mismo recordar un sueño que soñar, puesto que el sueño es el hijo rebelde de la memoria. Y en el poema de vez en cuando, valga decirlo, soñamos. La vigilia se vuelve más real cuando se le sueña. Si la vida no es sueño, al menos nos ha sido dado el don de transformarla.

martes, diciembre 3

Escuchar

Dejar de escuchar es dejar de estar en el mundo, es dejar de saber del mundo nuestro de cada día e instante para situarnos en la nada envidiable nada. Si mirar es mirar el alma, una esencia sin tiempo, atemporal, escuchar es oír el ritmo con que el alma participa del concierto a veces desconcertante del mundo. Cada cabeza, nos dicen, es un mundo; cada cabeza es un lenguaje en busca de la comprensión de otros lenguajes, supongo. Los amigos, que tanto ensalman la existencia, lo son por su capacidad de comprender y participar de nuestro lenguaje, de hacer común un lenguaje. Digo esto a sabiendas de que no es fácil escuchar, en la idea de que escribir, también, es un acto rítmico, un acto de oyentes, de comunicación. No hay escritor que no busque ser oído, aunque para esto bien pueda poner sus condiciones. Ni qué decir los músicos, y quizá coincidan pintores y escultores en que la composición de sus cuadros o esculturas expresa el ritmo de una música. Escuchar al otro es reconocerse a uno mismo y es también, entreveo, otra manera de llegar al silencio, un buen silencio: el de aquel que se sabe acompañado. El otro, en el anverso de la moneda, aquel “infierno de silencio”, como le llamaba un amigo, no es sino incomprensión del ritmo de la vida: confusión y miedo devienen de una carencia de lenguaje, de una imagen falsa de sí y de quienes nos rodean. No es que tenga que haber un solo lenguaje, sino que es necesario reconocernos en los múltiples lenguajes que con nosotros se relacionan, o nos buscan (o se dejan hallar) para relacionarse.
Solemos olvidar que escuchar es un acto de amor.