sábado, marzo 17

El desencanto

Hay ocasiones en que se busca la tranquilidad a toda costa, al presentir el ruido que revolotea alrededor de una atmósfera pesada e irrespirable. Hay veces que el espacio nos parece tan liviano, tan enrarecido, que estamos a punto de dejarnos llevar por las circunstancias como si fuéramos partículas de polvo. Hay días, meses, estaciones en que no sentimos formar parte de lo que vemos, como si ni siquiera fuéramos capaces ni tuviéramos derecho de presenciar esa proyección vital en la pantalla, ajena a nuestra pesadez e incomprensible ante nuestra autocompasión. Se intuye que el remedio a ese sinsentido se halla en el espacio mismo que nos abruma. Y uno a veces se entrega a la paciencia y otras a la desesperación: o se resigna a la espera de un indicio de ruta que nunca parece llegar, o huye del tiempo. Somos los ojos asombrados de la naturaleza, hasta que llega el fantasma de la locura a confundir nuestros sentidos, nuestras realidades. No hablamos cuando hablamos, y lo que escuchamos nos suena retórico, falso e inútil. O si no, no hallamos cómo esa razón de otros nos conmueva (todos tienen la razón sobre todo, excepto uno mismo). Nuestros pensamientos no corresponden a nuestras palabras. No sentimos, o nunca habíamos sentido eso indecible, inexpresable, eso que no es amor u odio, sino ausencia. Nos contradecimos, nos subestimamos, nos representamos.
A nosotros nos fue dado el aprender a vivir, a inventarnos una imagen real o imaginada (una imagen que niega la nada; no imaginaria) de nosotros mismos, o el desencantarnos de la existencia. Si el encanto nos envuelve en un aura de plenitud, el desencanto mal comprendido –si acaso no percibimos en él una necesaria reconducción– nos despoja de aquello que alguna vez nos dio sentido, de aquello que pudimos apreciar con nuestros sentidos: el amor, el odio, la tristeza… un largo etcétera. El desencanto viene de la Nada y a ella nos conduce, es la voz sigilosa de la muerte (como toda muerte que conocemos los vivos: metafórica). Caminamos por calles, las mismas de siempre, que siempre descubrimos, o nos descubren, diferentes, ahora con un velo ocultándonos el misterio. Nada nos satisface ya. Nada sabemos sino el terror de descubrirnos hablando de lo que ignoramos. Apenas si nos queda ser testigos fieles de esa –esperemos redimible– vacuidad.