domingo, abril 30

La estela de una pregunta

Escribió alguna vez Pablo Neruda que a él no le gustaba masticar teorías. Hablar de arte creo que es poner las preguntas sobre la mesa, con la esperanza de que esas palabras sugieran alguna respuesta. Pero tampoco en realidad se espera la respuesta: en el signo de interrogación, allí, sutil, se dibuja el gancho que nos une con el hacer poemas. Es como oler el pan en las panaderías cuando ya el horno se ha enfriado y sólo queda el recuerdo del amasijo. Huidobro propuso un esquema que explicaba la trayectoria que seguía la percepción sensitiva del mundo objetivo hasta el lugar del poema como una realidad aparte: el poeta equilibraba su técnica y su sensibilidad subjetiva de modo que lograba hacerse de un estilo. De lo contrario, si cualquiera de estas dos vertientes dominaba sobre la otra, su expresión caía en el amaneramiento. Neruda bien supo que por más teorías que se mastiquen, los gustos no son los mismos para nadie. Las fórmulas existen para romperse, si no es que nacen ya muertas. Si el poema parece ser la huella que pronto borrará la lluvia, no imagino qué pasará con lo que se dice de él. Breton pugnó por descubrir el polvo alojado bajo la alfombra de la conciencia. Marinetti desentrañó otra perspectiva del tiempo, congelándolo en el movimiento. Se han abierto muchas puertas a la creatividad, que sus artífices han cerrado tras de sí. ¿Está de más hablar sobre poesía? Octavio Paz llegó a cambiar de opinión una y otra vez respecto a lo que había publicado: sus puntos de vista, o se habían ampliado, o ya eran otros. ¿Es ése un motivo por el cual no debiéramos hablar? ¿No es mejor estar bien seguros de lo que decimos antes de publicarlo? Y si no hablamos, si no conversamos sobre lo que pensamos y sentimos, sobre lo que la percepción de nuestros sentidos provoca al pensamiento, y el pensamiento a nuestra realidad, entonces ¿cómo nos daríamos cuenta de que estamos equivocados? Ninguna teoría ni ningún estudio podrán suplir jamás el poder sutil o flagrante de un poema, pero ¿por qué privarse de una conversación que, con suerte, trazará la estela de una buena pregunta?


domingo, abril 23

Publicar

Si publicar fuera tan importante como soñar, lo buscaría uno todo el tiempo. Pero no es para nada importante. Lo es comunicarse, dialogar, de alguna manera con-vivir a partir de la escritura, reflexionar, conocerse y reconocer el mundo, mas publicar nada más por hacer pública la propia estupidez, para que el nombre salga en el periódico o que titule un libro malo, mejor abstenerse. Firmar un texto significa tan sólo adquirir una responsabilidad ante lo dicho, dibujar con el nombre una huella digital que señala el último rasgo de una personalidad configurada, esbozada por las letras que le siguen o preceden. De los textos que uno escribe los hay buenos como los hay malos, y los “buenos textos” no lo son por estar bien redactados, sino bien imaginados. Imaginar bien es pensar bien, y por eso escribir bien, y es que escribir congrega algo mejor que aplicar o dejar ver una técnica. Se trata de un movimiento natural. Lo único malo de lo malo que uno escribe es que al publicarlo es ya imposible borrarlo, tacharlo, reescribirlo o tirarlo a la basura. La imaginación abre las puertas de la percepción, nos abre los sentidos para sentir al otro y comunicarlo. Una deficiente comprensión del fenómeno de la escritura es pensar que somos “más” mientras más aparece nuestro nombre en las revistas o más se nos menciona. Lo que habría que esperar –y afirmarlo compromete– es esa limpieza de sentido en el diálogo que abrimos y ofrecemos al prójimo, ese tan deseable próximo. Escribimos por necesidad de sacar del cuerpo aquello que de permanecer dentro nos envenenaría: al echarlo fuera sanamos de esa enfermedad de vivir sólo para nosotros mismos. Lo demás, la fama, las becas, los premios y tantas otras pretensiones, son asuntos extra-artísticos, y en ese sentido innecesarios. Al menos no debieran estorbar el nacimiento de la obra.