Con todo, ¿cómo dejar atrás aquel retumbar de tren de los dedos sobre el teclado de la máquina de escribir? Las yemas sucias de tinta, el aroma cálido de las hojas, el zumbar del rodillo al cambiar de renglón, al notar que la hoja ha sido desbordada, al regresar sobre lo andado para corregir, tachar, completar. ¿Y por qué no trazar el vuelo de la escritura con la pluma fuente? En el cuaderno diario o el cartapacio de costumbre. En esa intimidad muchas veces sin lectores. Es que escribir, ya diálogo o monólogo o soliloquio que sea, responde a una incógnita (o muchísimas, no limitemos) surgida de nosotros mismos y que solo nosotros somos capaces de descubrir.
El lector hedonista, el bibliófilo, coleccionista de sutilezas entrañables, insuflador o intérprete de las palabras que va leyendo, lo comprende muy bien al pasar la página de un libro, al oler el tiempo blanco o amarillo de sus hojas, entretenerse con anotaciones al margen.
Hay un amor de oficiante, más que de oficioso, en el doble acto de leer y escribir. Bajo este precepto, una lectura rápida sería un acto de incomprensión. Leer y escribir son ritos sagrados. Actos de ociosos, en todo caso. Son un placer.