La poesía es palabra. Composición, lucha contra el lenguaje con el arma del lenguaje: he aquí una dicotomía difícil de salvar en nuestra época o quizá imposible, en que cada uno ha de buscar su propio lenguaje y éste será válido en la medida en que no se parezca a ningún otro.
Cualquiera que tenga presentes las poéticas de Aristóteles y de Horacio se sonreiría ante la imagen de que poetas como Homero o Virgilio transcribían el dictado de una musa.
Horacio aconsejaba guardar un poema por nueve años en un cajón, no sin antes mostrarlo al escrutinio de quienes sabían valorar la poesía. En un sentido más moderno –mejor dicho, más reciente– que no desmiente a este, Ezra Pound afirmaba que más le valía a un poeta escribir una sola imagen en toda su vida que hacer obras voluminosas. En lo biológico, que ni aun por obvio podemos dejar de mencionar, la inspiración es el primer paso de un proceso continuo y rítmico en que la sangre se regenera.
¿Pero qué comprendemos por inspiración? ¿Los griegos y los latinos en verdad pensaban que bastaba con tender el oído para hacerse acreedores de una voz ajena? Tal vez allí esté la clave, en esa voz otra que termina por ser la propia voz, que nunca antes escuchamos y que es nosotros mismos.
No hay nada tan estorboso como idealizar la noción de escritura. Los griegos la comprendían como la posesión de la mente por el dios. El arte era el resultado de esa correspondencia unívoca expresada a plenitud según la capacidad del sujeto en aquello de abandonarse a la nueva máscara.
Resalta la idea de que al hombre en un estado cotidiano le es negada la fluidez con que discurre la súper conciencia del mundo. Incluso si el dios es solamente una idea que hace al intelecto del hombre su herramienta, el concepto de este último sigue siendo el mismo: un ser imposibilitado a aprehender el mundo per se a menos de que se auto-niegue y permita a “aquello otro que desconocemos” actuar en su lugar, realizarse utilizándolo como medio y en el camino recompensarle con la felicidad que desborda al testigo ante un fenómeno extraordinario –en el peor de los casos, al margen de lo ordinario.
Rilke escribiría en una carta sobre Auguste Rodin –cuando trabajaba como su secretario particular– que la idea de la inspiración le era completamente ajena al escultor porque vivía permanentemente en ella. Sus preocupaciones eran otras, más bien relacionadas con la técnica y la proporción.
Al concebir “El cementerio marino” Paul Valéry fue inspirado por la forma de un ritmo específico (el decasílabo rimado). Todo fue dejar llevar su espíritu por el rigor de una armonía, con todo y que la factura del poema le era fundamental, igual que a su discípulo mexicano José Gorostiza. En cambio, para el brasileño Joao Cabral de Melo Neto la poesía entrañaba tan solo un prolongado trabajo de composición. Sobran nombres qué citar acerca de esto de estar inspirado y de la ardua tarea de conocer el oficio de escribir.
El oficio es clave: conlleva la práctica de la atención; es allí donde se encuentra el latido del presente y por tanto un tiempo que no es el tiempo convencional, sino otro que se define por su vitalidad. ¿Existe o no la inspiración? ¿Como función orgánica, como ritmo impulsador de sentido, como música del intelecto? ¿Es un acto de fe en el tiempo?