viernes, diciembre 15

De la música el silencio

El silencio es un camino inescrutable, poco o nada sabemos qué nos depara detrás de él, a dónde, entre la oscuridad, nos llevará. Y sin embargo allá vamos, siempre, ineludiblemente, hacia ese estado de la conciencia que nos borra la personalidad, los deseos, las imágenes y hasta esa línea del destino que pretendemos controlar. Cierto que el silencio es espejo: un espejo que es puerta y abrimos hacia el interior, hacia nuestra personal profundidad. En algún momento nos hallamos en esa encrucijada. Las palabras están de más, y la mirada se adentra en quién sabe qué recónditos pensares o sentires, en procura de la nada más absoluta. El decir y el hacer que nos hacen, que somos cada día, se transforman, se transparentan, muestran que un ciclo en la vida ha terminado. Se ha hecho mucho o poco, no se sabe, resta callar, ensimismarse: procurarnos otra piel y otros ojos con qué mirar lo que el mundo ofrece, el mundo que somos. El silencio es transparente como el agua tranquila. Hay incertidumbre, sí, pero no ahí, en ese lugar al margen, en esa mirada. La música del silencio no tarda en dejarse oír para quien tiende sus sentidos enteros a la percepción. Un silencio que no es inmovilidad, pasividad, incapacidad, sino que es eje y es móvil. Sólo escuchar de la música el silencio.

miércoles, mayo 17

Brevedad

En pocas palabras decir lo mucho, en muchas palabras decir mucho más. El o los espacios en blanco de una página son un homenaje al silencio. Poemas de un solo verso, haikús o textos pequeñitos resaltan las más de las veces el espacio vacío. El propio vacío que somos, perplejos ante la inmensidad del universo. Podríamos bautizar al lenguaje más eficaz como aquel con la capacidad de generar –sin negligencia del decir– el silencio que espera al filo de la última letra o signo de puntuación.
Claro que se agradece leer esas novelas extensas, esos ladrillos que jamás nos aburren, que no somos capaces de abandonar. No dicen más de lo que quieren decir, y lo que dicen quizá nos acompañe mientras sorbemos el café de una taza y miramos la lluvia golpear la ventana. Aun las novelas más extensas, las imprescindibles, las logradas, son breves. Si dijeran más de lo que necesitan se volverían insoportables. Ahora que también novelas cortas como La tumba, El apando o Las batallas en el desierto nos otorgan un regalo: el tiempo necesario para conocer otras historias (o releer las conocidas). Experimentamos nostalgia por esos libros que en poco tiempo tanto nos dieron. Siempre queda un agradable resabio de los paisajes que vimos al trasladarnos por el hilo tenso de su teleférico. La brevedad se aplica a cualquier género, la brevedad según aquí se ha comprendido: una economía de lenguaje. Esta información, poca o mucha, con estos medios y de esta forma, me dan por resultado sólo y únicamente lo que quiero decir, lo que descubro querer decir al escribirlo.


domingo, abril 30

La estela de una pregunta

Escribió alguna vez Pablo Neruda que a él no le gustaba masticar teorías. Hablar de arte creo que es poner las preguntas sobre la mesa, con la esperanza de que esas palabras sugieran alguna respuesta. Pero tampoco en realidad se espera la respuesta: en el signo de interrogación, allí, sutil, se dibuja el gancho que nos une con el hacer poemas. Es como oler el pan en las panaderías cuando ya el horno se ha enfriado y sólo queda el recuerdo del amasijo. Huidobro propuso un esquema que explicaba la trayectoria que seguía la percepción sensitiva del mundo objetivo hasta el lugar del poema como una realidad aparte: el poeta equilibraba su técnica y su sensibilidad subjetiva de modo que lograba hacerse de un estilo. De lo contrario, si cualquiera de estas dos vertientes dominaba sobre la otra, su expresión caía en el amaneramiento. Neruda bien supo que por más teorías que se mastiquen, los gustos no son los mismos para nadie. Las fórmulas existen para romperse, si no es que nacen ya muertas. Si el poema parece ser la huella que pronto borrará la lluvia, no imagino qué pasará con lo que se dice de él. Breton pugnó por descubrir el polvo alojado bajo la alfombra de la conciencia. Marinetti desentrañó otra perspectiva del tiempo, congelándolo en el movimiento. Se han abierto muchas puertas a la creatividad, que sus artífices han cerrado tras de sí. ¿Está de más hablar sobre poesía? Octavio Paz llegó a cambiar de opinión una y otra vez respecto a lo que había publicado: sus puntos de vista, o se habían ampliado, o ya eran otros. ¿Es ése un motivo por el cual no debiéramos hablar? ¿No es mejor estar bien seguros de lo que decimos antes de publicarlo? Y si no hablamos, si no conversamos sobre lo que pensamos y sentimos, sobre lo que la percepción de nuestros sentidos provoca al pensamiento, y el pensamiento a nuestra realidad, entonces ¿cómo nos daríamos cuenta de que estamos equivocados? Ninguna teoría ni ningún estudio podrán suplir jamás el poder sutil o flagrante de un poema, pero ¿por qué privarse de una conversación que, con suerte, trazará la estela de una buena pregunta?


domingo, abril 23

Publicar

Si publicar fuera tan importante como soñar, lo buscaría uno todo el tiempo. Pero no es para nada importante. Lo es comunicarse, dialogar, de alguna manera con-vivir a partir de la escritura, reflexionar, conocerse y reconocer el mundo, mas publicar nada más por hacer pública la propia estupidez, para que el nombre salga en el periódico o que titule un libro malo, mejor abstenerse. Firmar un texto significa tan sólo adquirir una responsabilidad ante lo dicho, dibujar con el nombre una huella digital que señala el último rasgo de una personalidad configurada, esbozada por las letras que le siguen o preceden. De los textos que uno escribe los hay buenos como los hay malos, y los “buenos textos” no lo son por estar bien redactados, sino bien imaginados. Imaginar bien es pensar bien, y por eso escribir bien, y es que escribir congrega algo mejor que aplicar o dejar ver una técnica. Se trata de un movimiento natural. Lo único malo de lo malo que uno escribe es que al publicarlo es ya imposible borrarlo, tacharlo, reescribirlo o tirarlo a la basura. La imaginación abre las puertas de la percepción, nos abre los sentidos para sentir al otro y comunicarlo. Una deficiente comprensión del fenómeno de la escritura es pensar que somos “más” mientras más aparece nuestro nombre en las revistas o más se nos menciona. Lo que habría que esperar –y afirmarlo compromete– es esa limpieza de sentido en el diálogo que abrimos y ofrecemos al prójimo, ese tan deseable próximo. Escribimos por necesidad de sacar del cuerpo aquello que de permanecer dentro nos envenenaría: al echarlo fuera sanamos de esa enfermedad de vivir sólo para nosotros mismos. Lo demás, la fama, las becas, los premios y tantas otras pretensiones, son asuntos extra-artísticos, y en ese sentido innecesarios. Al menos no debieran estorbar el nacimiento de la obra.

domingo, marzo 12

De oficiantes

No es lo mismo escribir con el teclado suave de una computadora que con la metralla de una Olivetti; constatar los relieves en la hoja bond rellenos de tinta fresca o el espacio luminoso de la página electrónica manchándose de negro. Se ama cada aspecto del oficio: el brillo húmedo del papel recién impreso en la Hewlett Packard, los diseños de la tipografía, el color de los caracteres, las increíbles posibilidades del Word.
Con todo, ¿cómo dejar atrás aquel retumbar de tren de los dedos sobre el teclado de la máquina de escribir? Las yemas sucias de tinta, el aroma cálido de las hojas, el zumbar del rodillo al cambiar de renglón, al notar que la hoja ha sido desbordada, al regresar sobre lo andado para corregir, tachar, completar. ¿Y por qué no trazar el vuelo de la escritura con la pluma fuente? En el cuaderno diario o el cartapacio de costumbre. En esa intimidad muchas veces sin lectores. Es que escribir, ya diálogo o monólogo o soliloquio que sea, responde a una incógnita (o muchísimas, no limitemos) surgida de nosotros mismos y que solo nosotros somos capaces de descubrir.
El lector hedonista, el bibliófilo, coleccionista de sutilezas entrañables, insuflador o intérprete de las palabras que va leyendo, lo comprende muy bien al pasar la página de un libro, al oler el tiempo blanco o amarillo de sus hojas, entretenerse con anotaciones al margen.
Hay un amor de oficiante, más que de oficioso, en el doble acto de leer y escribir. Bajo este precepto, una lectura rápida sería un acto de incomprensión. Leer y escribir son ritos sagrados. Actos de ociosos, en todo caso. Son un placer.

lunes, febrero 28

Voz en relación

El modo de hablar, de hacer real la posibilidad del lenguaje, nos describe, nos muestra, al igual que otros signos visibles: las camisas que usamos, los pantalones, el modo como los vestimos. La vida está plagada de signos; todo en ella, de algún modo, comunica. Nuestra voz no se salva. Cuando alguien escribe un cuento –lo digo con el fin de saltar a la escritura, aunque ya desde el principio hemos estado ahí– realiza su voz. O un poema, una novela, una canción, cualquier otra obra.
Ser original no es precisamente negar las múltiples voces con las cuales convivimos, sino saber distinguir nuestra voz de entre todas, pero saber también que nuestra voz surge de otras voces y con ellas se relaciona.
Según Kandinsky, cada cultura produce un arte nuevo, hijo de su época. Hoy cabe agregar: cada uno aporta lo propio de acuerdo a la relación que mantiene con su realidad –una realidad temporal, cambiante, diversa. Cada obra manifiesta una concepción diferente del mundo. Al trabajarla, lo que se busca es limpiarla de timbres ajenos que dificultan su comprensión.
La influencia de otras voces es tan inevitable como deseable: heredamos las facciones de un rostro que cambiará de acuerdo a sus circunstancias. La aceptación de esa deuda con la tradición, una aceptación que al cabo no se resigna y además abreva de su propia memoria –aquella memoria personal que a fin de cuentas se torna colectiva–, hace de un hombre un hombre de su tiempo, si bien diferente a los de su tiempo. Quien bebe de su propia fuente, sin negar sus deudas o contribuciones, ha encontrado su voz, una voz que cambia en el transcurso de la vida, que siempre está por descubrirse.

domingo, febrero 20

El gran libro del mundo

Por medio del lenguaje, principalmente, es que conocemos el mundo. De muy niños absorbíamos las cosas lo más posible con la boca, con las manos, las rodillas, los ojos atónitos: chupábamos lo que estuviera a nuestro alcance, comenzando por nosotros mismos; andábamos a gatas y así descubríamos el suelo vedado a los adultos; empezábamos por caminar y pronto los tropezones ya formaban parte de nuestras diarias experiencias. El sabor terroso del barro, el pequeño lago convertido en remolino dentro de un cuarto de azulejos que parecía inmenso, los colores que aventurábamos en las paredes, a semejanza de los trazados en Altamira. Lo dicho por los mayores era sólo borucas. Quién sabe qué querían decir con su alboroto, su tanto hablar. Y abajo, desde donde el mundo nos era tan sorprendente, en el raso suelo donde nos gustaba ensuciarnos, la vida era otra: texturas, olores, visiones nuevas. Conforme las cosas fueron reduciendo su tamaño, a medida que el suelo, del que tanto aprendimos, fue quedando como un paisaje a la distancia, empezamos a reconocer el entorno mediante otra manera propia del lenguaje: la palabra.
Las palabras nos referían a aquello que antes apenas si conocíamos por las sensaciones inmediatas que nos proporcionaba. Pero la mayoría de las veces esa mezcla de sonidos carecía de alquimia, existencia, ser, como ojos de vidrio que no miraban. Les faltaba formar parte de nuestros juegos; podían amontonarse en una pila y ser quemadas sin perderse absolutamente nada. Entonces, o quizá ocurrió desde siempre, como por un asunto mágico que ignoramos a quién o a qué se lo debemos, descubrimos que en ocasiones las palabras sonaban de manera distinta a la habitual y que creaban de por sí una realidad independiente. En algún momento supimos que a aquella experiencia algunos la llamaban poesía: las palabras eran el mundo, el mundo que quiso conocer Descartes sin creerle nada a nadie más que a sí mismo, a la vez que un mundo ilimitado en su gran lectura simbólica.

viernes, febrero 11

Inspiración y composición

La poesía es palabra. Composición, lucha contra el lenguaje con el arma del lenguaje: he aquí una dicotomía difícil de salvar en nuestra época o quizá imposible, en que cada uno ha de buscar su propio lenguaje y éste será válido en la medida en que no se parezca a ningún otro.
Cualquiera que tenga presentes las poéticas de Aristóteles y de Horacio se sonreiría ante la imagen de que poetas como Homero o Virgilio transcribían el dictado de una musa.
Horacio aconsejaba guardar un poema por nueve años en un cajón, no sin antes mostrarlo al escrutinio de quienes sabían valorar la poesía. En un sentido más moderno –mejor dicho, más reciente– que no desmiente a este, Ezra Pound afirmaba que más le valía a un poeta escribir una sola imagen en toda su vida que hacer obras voluminosas. En lo biológico, que ni aun por obvio podemos dejar de mencionar, la inspiración es el primer paso de un proceso continuo y rítmico en que la sangre se regenera.
¿Pero qué comprendemos por inspiración? ¿Los griegos y los latinos en verdad pensaban que bastaba con tender el oído para hacerse acreedores de una voz ajena? Tal vez allí esté la clave, en esa voz otra que termina por ser la propia voz, que nunca antes escuchamos y que es nosotros mismos.
No hay nada tan estorboso como idealizar la noción de escritura. Los griegos la comprendían como la posesión de la mente por el dios. El arte era el resultado de esa correspondencia unívoca expresada a plenitud según la capacidad del sujeto en aquello de abandonarse a la nueva máscara.
Resalta la idea de que al hombre en un estado cotidiano le es negada la fluidez con que discurre la súper conciencia del mundo. Incluso si el dios es solamente una idea que hace al intelecto del hombre su herramienta, el concepto de este último sigue siendo el mismo: un ser imposibilitado a aprehender el mundo per se a menos de que se auto-niegue y permita a “aquello otro que desconocemos” actuar en su lugar, realizarse utilizándolo como medio y en el camino recompensarle con la felicidad que desborda al testigo ante un fenómeno extraordinario –en el peor de los casos, al margen de lo ordinario.
Rilke escribiría en una carta sobre Auguste Rodin –cuando trabajaba como su secretario particular– que la idea de la inspiración le era completamente ajena al escultor porque vivía permanentemente en ella. Sus preocupaciones eran otras, más bien relacionadas con la técnica y la proporción.
Al concebir “El cementerio marino” Paul Valéry fue inspirado por la forma de un ritmo específico (el decasílabo rimado). Todo fue dejar llevar su espíritu por el rigor de una armonía, con todo y que la factura del poema le era fundamental, igual que a su discípulo mexicano José Gorostiza. En cambio, para el brasileño Joao Cabral de Melo Neto la poesía entrañaba tan solo un prolongado trabajo de composición. Sobran nombres qué citar acerca de esto de estar inspirado y de la ardua tarea de conocer el oficio de escribir.
El oficio es clave: conlleva la práctica de la atención; es allí donde se encuentra el latido del presente y por tanto un tiempo que no es el tiempo convencional, sino otro que se define por su vitalidad. ¿Existe o no la inspiración? ¿Como función orgánica, como ritmo impulsador de sentido, como música del intelecto? ¿Es un acto de fe en el tiempo?

jueves, febrero 10

Prólogo

Este libro tiene su origen en una serie de artículos que escribí semanalmente a manera de columna para El Informador del 2000 al 2003, algunos retransmitidos luego de un tiempo como colaboraciones en el programa Señales de Humo de Radio Universidad de Guadalajara. La razón por la que lo publico ahora, aun cuando estuvo en un cajón virtual durante más de una década, y en aquel momento incluso a punto de salir a la luz –o a la oscuridad de las bodegas– es porque integra una noción del oficio y la experiencia que me orientó en esos años, aunque ya sólo fragmentariamente la comparta. En la idea de que todo escrito es modificable hasta que no se fije en una edición definitiva –y aun así, ¿qué es inamovible?–, me permití hacer algunas precisiones y borrar obviedades, conceptos recurrentes, la expresión de cierta alegre ingenuidad. Con creces me fue imposible cumplir el propósito: ciertas ideas eje establecen puntos de apoyo al conjunto y no podría haberme desecho de ellas sin extirpar órganos vitales. En ocasiones preferí conservar frases de las que ahora prescindiría pero que al fin encajan con el ritmo general. Miro estos textos con cierta nostalgia, la de una formación inicial y quizá sustancial a la que en ocasiones me es necesario regresar, negar, cuestionar, pero sobre todo escuchar atento. Son unos cuantos disparos al aire con ínfulas de certeza, y sobre todo el germen de preguntas todavía no del todo formuladas y menos respondidas –ni acaso lo serán– y que continúan actuando como los motores de un oficio asumido con la palabra.

miércoles, enero 5

Los perros

Tirados. Echados. Salivan. Gruñen. Olisquean. Aúllan. A lo lejos, a lo cerca. Perros sarnosos, amarillos, incontinentes. Perros huesudos, pellejones. Perros tuertos, cojos, perros callejeros. Perros a la espera del bocado en el puesto de tacos. Perras husmeando. Perras en partes. Perras de otra dimensión. Perras lineales. Perras en duelo. Perras bajo un avión en marcha. Perros boquiabiertos, en el fango. Perros insidiosos, hipócritas, pendencieros. Perros mocosos, babeantes, perros imbéciles. Perros borrachos. Desean la cabeza de puerco en la vitrina, la cabeza en el altar de moscas. Huelen la porquería, comida echada a perder, desperdicios. Perras hediondas. Perras chingonas. Perras arracimadas. Colmena de perras. Perras ruidosas. Perras odiosas. Perras envidiosas. Perras generosas. Perras ausentes, estiradas, plagiadas. Perras exiliadas. Amoratadas, encarceladas, perseguidas. Torturadas. Perras de papel. Perros heridos de sarna, sus párpados quemados. Perros de ladrido sofocado. Los perros aúllan, rascan la tierra, esconden algo. Perros de hocico apestoso, perros con los colmillos romos. Perros hincados en la acera, perros apaleados a la salida del mercado. Perros acostados en su vómito. Perros inmigrantes. Perros sonrientes. Perros aparentes. Perros pedantes. Perros flacos, cadavéricos, hundidos en el rabo de otro perro. Perros de uñas negras. Perros de ojos brillantes, perros nublados. Quemados. Perros ciegos. Feroces, escandalosos, perros en azoteas. Perros caseros, diminutos, de mordida ansiosa. Perros en los suburbios. Perros asexuados. Perros en celo. Perros acicalados, cepillados con cerdas aceradas. Perros sin ojo, sin pata, sin remedio. Perras enjauladas, sin nada que comer. Perras con hambre apostadas en el polvo. Perras caminantes, perras con los dientes careados, perras sin pelos en la lengua. Perras altivas, mosca muerta, pendencieras. Perras rajonas, perras valientes, perras con olor a semen. Perros en rueditas. Perros taquito de lengua. Perros de alquitrán, perros de plástico, de madera barnizada en Pátzcuaro. Perros sin dueño, perros en harapos. Siguen a la jauría en celo. Perros libidinosos, asquerosos, hambrientos. Ojerosos. Perros hilarantes, de orejas gachas, cola cortada. Perros de larga cola, tiesa de mugre. Perros de arrabal, perros cuidadores, sin remedio. Calcinados. Pastor alemán en las calles ideológicas. Huskie de ojos bicolor, bóxer de lengua acicalada. Sin pedigrí. Perros de su puta madre. Perra madre. Perras con la lengua de fuera. Perras cansadas de correr tras los autos. Perras amotinadas, cogidas por la jauría. Perras cogelonas, hirientes, voraces. Perras callejeras, recalcitrantes, perras indignadas. Perras perras. Perras descolocadas. Perras insistentes, atrofiadas, perras de la calle. Perras incontinentes, perras iracundas, perras pacientes. Perras escritoras. Perras. Perros. Perros poetas, perros pintores, perros fracasados. Perros de feria. Perros saltimbanquis, actores de media tinta, personajes de relleno. Perros payasos, perros acróbatas. Perritos perdidos, perritas tristes. Perras con zapatos de tacón y pulsera de fantasía. Perras con collar de perlas. Perras enlodadas, perras sumergidas hasta el cuello. Perras en celo. Perras indiferentes. Perras guionistas. Perras escaldadas. Perras accidentadas, sin frenos, de capa caída. Perras solidarias. Perras tatuadas. Perros. Perros abusivos, perros puercos. Marranos perros. Inconscientes. Perros arracimados con las perras. Las perras aúllan. Las perras ladran. Las perras saben lo que quieren, van al súper, las perras orinan esquinas abandonadas. Perras enterradas. Perras sepultureras. Desaparecidas. Invisibles. Perras superfluas, perras yogui. Perras acrobáticas, perras inmersas en sus pensamientos. Perras amohinadas. Perras nostálgicas, llenas de vacíos, perras oscuras. Apariciones. Los perros cohabitan. Los perros cohabitan sus recuerdos. Los perros ladran. Perras angustiadas, descorazonadas, emotivas. Perras insensibles. Perra tristeza, perra suerte, perra vida. Perros grises, perros corrientes, perros de andar estrafalario. Perro tiempo, perro cadáver, perro puto. Perras agarrotadas, perras racionales. Las perras habitan. Las perras cohabitan sus recuerdos. Las perras teclean. Perras sexuales. Perras calientes. Perras olorosas. Perras cursientas. Perras cursis. Perras geniales. Aúllan, rascan, se sacuden las gotas. Perras laberinto. Perras en espera de cierre. Perras con punto de vista. Perras sin perspectiva. Perras altaneras. Perras orgullosas. Perras peligrosas, perras con poder, perras humilladas. A punto de salir corriendo. De zancada larga. De cola ondulante. Perros autistas, enmascarados. Perros sin honor, perros olisqueándose el rabo. Perros hediondos. Club de perras. Las perras aúllan. Perros de hocico anhelante, perros engusanados. Perros echados en la bruma. Perras mutiladas, miopes, perras ilusionadas. Perros acorralados. Perras. Perra vida. Perro, chingón, malquedado. Perro cobarde. De risa fácil. Perra engatusada. Perra altanera, perra danzante, perra ilusión. Perro bocón, perro ridículo. Perro molacho. Perros. Los perros cohabitan sus recuerdos. Aúllan. A ras de piso. Cantan. Lloriquean. Se rascan entre sí.

**

En silencio, cada uno con sus pensamientos desmaraña el camposanto. Mario mira distraídamente la lápida más reciente, repleta de coronas y todavía con olor a cemento fresco. Se muerde el labio inferior, intenta dilucidar no sé qué. Nuestros rostros desencajados, expectantes.

Los demás no sabemos decir nada, por eso callamos. Escuchamos los aullidos de perros callejeros provenientes de adentro o de fuera de esta ciudad en ruinas, las invisibles cigarras; de improviso, murciélagos se lanzan de la rama de un roble gigantesco a la cornisa del vestíbulo del cementerio. Sabemos que las lechuzas rondan porque escuchamos su shhhhhhhht espeluznante al rozar los faroles de vidrios rotos en su vuelo. El guardia no ha percibido nuestra presencia. A través de la cortina blanca y mugrosa de su ventana, se traslucen los resplandores del televisor. El rumor de un programa de concursos. No creo, de cualquier modo, que su vista predilecta de noche o de día sean las tumbas resquebrajadas y los pasillos seseantes, más bien invadidos por las hierbas, las raíces, los pinos resecos y otras tumbas improvisadas en medio de lo que en algún tiempo fueron pasillos bien alineados.

Mario saca su pañoleta roja y amarilla y se suena la nariz con estruendo. La coloca de nuevo en su morral estampado de motivos wirráricas, donde guarda también una navaja callejera con marcas de haber sido recién afilada, y su preciado tabaco. Toma una hoja de papel arroz, la extiende sobre un ladrillo desbalagado, echa un puñito de tabaco, enrolla el cigarro y le pasa la lengua para fijarlo. Tan atento está a su procedimiento que parece que nada más podría importarle. Es imposible adivinar sus pensamientos. Más bien podría decirse que trata de exorcizarlos o de mantenerlos ocultos tras la frente ceñuda y la cabellera aleonada, dispersa y rubia.

Nadie usa los instrumentos. Acaso Eloy echa su aliento en una armónica con descuido, en lo que más bien parecen quejidos de perros abandonados. En realidad, el único que sabe tocar la guitarra es Mario y nadie se atreve a interrumpirlo, mucho menos para que rompa los ruidos de la noche y la ciudad que él mismo parece contener en su gesto pensativo. Fuma dispersando el humo de su tabaco bocanada a bocanada. No es que Mario cante tremendamente bien, pero su voz alcanza a rasgar la oscuridad iluminada por faroles manchados de sarro. El humo impregna la luz con que riegan las tumbas de los muertos, se dispersa entre el brillo de los insectos.

Yo no me atrevería a decirle nada en este momento. A confesarle ni pío. Lo que comenzó como un experimento se volvió pronto un atolladero psicológico. Una carta puede cambiar el curso de cualquier acontecimiento. Una carta falsa puede rondar o atraer la verdad oculta. Si no le hubiera escrito a Azucena con la firma de Mario, nada de esto habría ocurrido.

**

Los perros ladran. Aúllan. Eso es lo que hacen, lo que saben hacer. Perros sarnosos, callejeros. Perros inmersos en su acojinada realidad de sofá en una casa de clase media, perros mínimos y altivos, perros echados bajo el dintel de la puerta, perros acicalados hasta el aburrimiento. Perros cínicos, perros acuclillados, perros rondan las azoteas. Ansiosos tras las sobras en puestos de tacos de dudosa ética. Perros lujuriosos tras de una perra como latas amarradas a la defensa de un carro nupcial. Perros y perras. Perras animosas, con los colmillos amenazantes, perras moribundas, perras fastidiosas ante un paisaje de monótono gris y anuncios de neón intermitente.

**

Perras. Se echan, estornudan, echan tierra con las patas traseras. Salivan.

**

Lo que no le perdoné a Mario es que se metiera con Laura, con mi Laura. Que no cualquiera. Mientras Mario conquistaba en la prepa a chicas de todos tamaños, sabores, colores, alturas y circunferencias, yo permanecía fiel a un ideal que se había impregnado en mi cabeza y en los nervios. Solo después averigüé que un tal Petrarca había endiosado a otra Laura. Se volvió una especie de alma gemela. Pero fue La vida nueva de Dante la que me la que de veras me influenció: su Beatriz era al poeta lo que Laura a mí. Que su grupo de amigos del Dolce Stilo Nuovo en pleno siglo XII italiano considerara que la calidad de su poesía era directamente proporcional a su nivel enamoramiento, me causó una conmoción. Se me reveló una verdad que ya me atosigaba desde hacía años: era yo de otra época. Sin embargo, la calidad de mis poemas dejaba mucho que desear. Todo lo que tenía era esa emoción. Al menos eso pensaba. No sabría decir, en algún punto, si estaba enamorado de la idea de estarlo, de mí mismo o de algún ente divino encarnado en el amor tal y como lo concebían los stilonovistas. Mi enamoramiento continuo era causa de admiración entre los amigos y las amigas. Me la vivía mirando a Laura en cada chica que me gustaba. Y cada chica dotaba de cualidades a mi Laura. Laura, aura. En los recreos miraba a una chica morena ébano, de carnosos labios infamemente sensuales, llamada Claudia. Y Claudia, esa desconocida a la que espiaba inadvertido, le dio sangre y color y eros a mi Laura. Le escribí un primer poema y se lo mostré a Mario: no tardó en responderlo con otro poema donde mencionaba a Laura como la de Martín Santomé. Seguramente otro cursi, pensé. Laura lo era todo, era todas y no era ninguna. Era Nadie. Nadie que estuviera cerca ni lejos. Una mentira.

**

Los perros ladran a lo lejos.

**

Cuánto tuvimos que pasar para encontrarnos echados entre las tumbas.

Eloy empieza a dibujarnos.

Mayra, Martha, Ana Luisa, Azucena.

Martha me dio mi primer beso. Laura. Última noción de Laura.

**

Bernat de Ventadorn y Arnaut Daniel.

Me metí en la cabeza de Azucena, una chica de piel lechosa y ojos azules. Tímida y discorante del entorno. Quizá eso mismo le atrajo a Mario.

El novio de Ana Luisa era el Tyson.

Nuestro taller literario. El básquet, el voleyball.

Alberto Kabande.

Si para Dante y el resto de sus comparsas del dolce styl novo su poesía era equivalente al Amor, quiénes éramos nosotros para criticarlos.

**

Laura, aura.

Escribía en mi Remington.

El poeta se llamaba Edgardo Chávez.

**

No importa que cuente lo mismo una y otra vez. No importa cuánta circularidad haga de la escritura un laberinto o una esfera transparente donde se dilucidan a un tiempo todos los tiempos sin secuencialidad de la historia.

**

Encontré al Chubasco en la presentación de una editorial estudiantil. En el departamento de estudios literarios, una casa antigua en Lerdo de Tejada donde solían Carlos y Mario ir al taller de un tal Raúl Bañuelos. Los escritores me divierten: tan enfrascados en sus ilusiones, ni saben a qué se enfrentan. Y estudiar Letras, diablos, a quién se le ocurre. Este tal Chubasco, según supe, era un antiguo músico poeta que se había vuelto loco, o qué tal vez había decidido darle la espalda al mundillo literario y musical para atreverse a recorrer su propia ruta bokowskiana. A nosotros nos parecía un anciano, pero quizá no lo fuera tanto si no por el ritmo que llevaba. Unas greñas infames, toda una antorcha airada le cubría la cabeza como un nimbo, un aura de filigranas rubias y sucias, pegosteadas. Había ido a la presentación del libro de un poeta que había ganado veinte mil premios y que todo mundo decía que escribía de la madre. El caso es que en cuanto pisé la casa de Lerdo de Tejada me arrepentí. Revoloteaban poetas por todos lados. Y en cuanto el lector decía una supuesta mala palabra se escuchaban rumores de admiración. Tssssss, tsssssss, tsssssss… era ridículo. Estos poetas me colman la paciencia. Solo me estuve allí un rato porque el Chubasco y sus cuates llamaron mi atención. Les valía madre el poeta declamador de groserías exitosas, extasiado con la palabra verga. No se inmutaba el Chubasco. Iba a lo que iba: a los tragos. Me acerqué a él para hacerme una mejor idea. Había pensado en llevar a cabo una serie de pinturas sobre personajes carnavalescos, así que me resultaba absurdo desaprovechar la oportunidad. Sus amigos, dos o tres calcas de su innato líder, iban tanto o más deshilachados, aunque su charla denotaba que pertenecían a un clan muy específico de pordioseros cultos. Eran enciclopedias andantes del rock de los ochenta. El Chubasco era quien más emocionado estaba al traer a cuento las letras de Syd Barret, con los ojos desorbitados. Tssssss, carnal, Pink Floyd la rifa machín, ese, pinche wey compositor, una verga. Solo después pude darme cuenta de que estaba ciego.

**

Felipe Ponche, Alejandro Pata: noche de tragos en el Tecali, amenaza y prostituto, prostituta con David.

**

Habla Azucena

**

Tal vez los personajes que un día eché al fuego comiencen a perdonarme, o a renacer como diminutos fénix de las cenizas con las que llené el patio entre los gritos chillones de mi madre. Lo quemé todo, un bulto enorme de papeles que había manuscrito cuando regresaba cada noche de la facultad. Y fue porque me sentía miserable, lo perdí todo, todo, de una manera insólita, ridícula y vergonzosa. Achaqué mi derrota a esa ansia de vivir que me consumía, al grado de hacerle caso al imbécil de Edgardo Chávez. El dolor fue tan grande, tan insoportable, que desgarré los libros del dizque poeta, los tiré a la basura y convertí en trozos de láminas negras que flotaban en la atmósfera de la cuadra y las casas vecinas los papeles que había escrito durante cuatro o cinco años. Se trataba de mi primera y única novela, pero estaba seguro de que su escritura me había llevado a desear vivir más allá de mis límites, que aunque resultaban bastante estrechos, me describían. El patio blanco quedó hecho un fiasco, embadurnado por una nube negra que mi madre me reclamaba cada que tenía oportunidad. Yo no la pinté en meses, sentía que en esa mancha todavía permanecían los restos de mi antiguo sentido de la existencia, de ese escribir y escribirme y reinventarme, de ese aprendizaje que no lograba cuajar en historias que tuvieran una ilación, pero eran mis historias, mis errores, mis letras, mi manuscrita. Todo hecho humo, volando entre los árboles y autos de la colonia, respirado por los vecinos, humo negro en las paredes blancas, rugosas.

**

Habla Mayra.

**

Habla Martha

**

Si algo he aprendido es que los escritores son ladrones consumados. No podía mostrarle a Mario que había escrito un cuento circular sin que a la semana llegara con su propio cuento, curiosamente mejor escrito y con el epígrafe tomado de alguno de mis escritos. Robar sin que se notara, robar a manera de dizque homenaje era la consigna. Mario cargaba en su morral las hojas impresas –con impresora de punto—de sus más de mil poemas, uno tras otro, muchos influenciados por Mario Benedetti, de quien había leído sus Inventarios uno y dos hasta la saciedad. Fue un sábado, luego del taller literario, que nos desviamos del camino de siempre antes de tomar el camión, filosofando como buenos peripatéticos, que le leí mi poema a Laura, el primero. Nos habíamos apostado en un local de venta de autos a mirar corres las luces de los autos por López Mateos, cuando abrió sus diminutos ojos de ovilla: mi poema hablaba de una Laura que me había abandonado subiéndose a la 646. Era un residuo de lo peor del romanticismo. Con todo, Mario calló en ese momento y, a los días, me llevó su propia versión, una en que mezclaba a mi Laura con la Laura de Martín Santomé, el personaje de La tregua de Benedetti. En ese momento no preví lo que sobrevendría de un acto tan en apariencia inocente. Había entablado un diálogo, sin proponérmelo, con un poeta amigo que respetaba, que consideraba un maestro que lo había leído todo –sobre todo a Benedetti--, y que por alguna razón se había enamorado de mi enamoramiento: sí y no, porque pretendía llevar mi platonismo a la esfera de otra ficción. Publicamos los dos poemas encontrados en nuestra incipiente revista de la prepa, Vapor. Nadie nos leyó, o casi nadie, pero así sellamos una correspondencia de autores, si bien desigual en calidad, de recíprocas influencias.

**

El colmo fue que Mario llegó todavía más lejos, confundiendo a mi Laura con su esposa. Eso no lo podía permitir, como no lo habrían hecho ni Dante ni Petrarca. Diablos, pues en qué estaba pensando Mario, que no era capaz de dilucidar su propia abstracción, que parasitaba mis obsesiones.

**

Decidí darle una lección.

**

El poeta nos prestó la casa de adobe derruida adonde llevaba a su amante —una estudiante aspirante a escritora— cuando daba clase en la universidad. Cierto que a ninguno de nosotros esto nos importaba. Aquel amorío ya se había hundido en el sopor y el anciano, que era nuestro maestro de taller, nos había dado las llaves en un arrebato de buena voluntad para que hiciéramos de ese espacio lo que quisiéramos. Mario las guardó como si se tratara de uno de esos objetos que recogía de la calle mientras caminábamos entre las callecitas del centro de la ciudad. La ciudad. Era nuestra obsesión. La ciudad. Esa y leer páginas de novelistas del boom, y llevar amigas que terminaban por seguirnos la corriente hasta que huían en el último momento, el tan esperado, y emborracharnos y escribir en las paredes, en las cabeceras de las camas, en los techos, en las puertas de metal que distinguían un cuarto del otro, en el pretil de la cocina, con lo que fuera, tiza de lápiz, tinta Parker, plumas Pilot, Bic, inclusive espátulas y desarmadores o tachuelas.

Escribíamos por escribir, por endilgarle a los muros letras que describieran lo que no habíamos vivido, las cosas como hubiéramos querido que ocurrieran, lo que de verdad había pasado y no éramos capaces de contar de frente, a nadie, pero sí en esas paredes derruidas de adobe, en esas camas de latón carcomido, en los azulejos dispuestos en las habitaciones como si fueran fachadas de exterior. Lo nuestro: experimentar instantes, lo que habíamos soñado y no recordábamos. Cualquier cosa.

**

Mario salió a la tienda de la esquina, donde una señora malencarada le vende una cajetilla de Faros. Siempre me llamó la atención el hombre de gabardina en su portada. Entonces las cajas de cigarros no tenían que mostrar desagradables escenas de pulmones podridos o ratas vampiro. Podía uno fumar lo que quisiera sin que la culpa menguara el placer.

**

Esa noche decidimos llevarle serenata a Azucena. Mario y Eloy llegaron juntos a mi casa, donde ya los esperaba para salir en mi Rambler clásico del 66 azul metálico. Pasamos por Alejandro, que era mi vecino, y nos enfilamos a eso de las 11 de la noche pensando en sorprender a la chica que a esas alturas ya estaría más que dormida. Nos deslizamos por avenida Vallarta escuchando en casette “Telegrahp Road” de Marc Knouphler hasta que nos detuvimos frente a una enorme reja blanca y oxidada, de una altura mayor a nuestras cabezas.

**

No cabíamos por entre los barrotes, por lo que decidimos ayudarnos para saltar al otro lado. Echamos un último vistazo al paisaje dormido: era un sueño de piedras resquebrajadas. Eloy, siempre servicial, echó un vistazo rápido a la calle antes de juntar las manos para alzar a Mario, que al fin pudo pasar al otro lado no sin rasgarse la camisa con la punta de una de las rejas del cancel. Entonces levanté a Eloy, que por su poca altura no estaba tan pesado, y me dispuse a echar el brinco prestando especial atención a que mis manos sudorosas no resbalaran por el metal. A lo lejos, como en una especie de eco fantasmagórico —habría dicho Mario— ladraban los perros.

Alejandro había regresado por los instrumentos para pasárnoslos al otro lado. Continuamos nuestro camino sin esperarlo, luego nos alcanzó con una casi sonrisa en la cara. Casi sonrisa porque nadie en ese momento se habría atrevido a mostrar algún resquicio de contento. Pasamos entre las hileras de tumbas hasta llegar a la que estaba rodeada de coronas de flores frescas. La de Azucena, como corroboró Eloy una vez que hizo algunas flores a un lado. Los azulejos azules y la cruz de cemento todavía olían a fresco. Recordé cómo, en el Panteón de Belén, de pronto se hallan tumbas con un solo nombre entre signos de exclamación. En nuestro caso, en el Colonias nuevo pero no más fresa, a comparación de aquel que databa de los orígenes de la ciudad, no era una costumbre ni de lejos.

Mario parecía pensativo. Su cabello rubio oscuro dejado al garete, con bien planeado desenfado, le daba un cierto aire de músico romántico. Un Beethoven sin el gesto adusto, más bien amohinado, con una tristeza seca. Eloy, el pintor de entre nosotros, parecía extrañado, con un dejo de curiosidad mal ocultaba en un rostro moreno y pícaro. Caminaba con tanta seguridad, un tanto forzada, que apelmazaba el polvo del camino con las suelas de sus botas industriales. Alejandro, que iba siguiendo sus huellas, nos alcanzó corriendo con la guitarra y la armónica. Yo me sentía como un observador, un tanto ajeno al desparpajo romanticoide. La noche anterior habíamos bebido hasta la resaca en La Fuente. Ante el primer apagón de luces que nos invitaba a la retirada, les propuse acompañar a Mario en su despedida de una forma un tanto más próxima, les planteé el reto mientras jugábamos póquer…….. Me interesaba –he de decirlo– constatar hasta dónde podía Mario llegar para despedirse de la chica a la que prácticamente había asediado durante los últimos semestres de la prepa. No era fácil, lo imagino.

**

Quizá deba relatar una anécdota sencilla. Una en la que no me vea tentado a fingir quien no soy. Donde no pueda ser un personaje, ni estar consciente de no serlo.

**

Las paredes donde escribo en letra pequeñita, lo más pequeñita posible, y con lapicera, de pronto se desmoronan por el salitre o, simple, por ser de adobe. Es una casa antigua, remozada tantas veces que mis disque líneas no son lineales, se van acomodando a las grietas, a los sutiles desniveles que han ido dejando los rastros de brocha o de yeso. Escribo para llenar un espacio que quizá en segundos se desmorone, o quizá alguien más escriba sobre la misma superficie, dormido, semidormido, con los párpados cerrados, a oscuras, sin darse cuenta de las letras insignificantes como patitas de insectos. Eso somos, insectos de vida corta pensando que nuestra estancia aquí durará para siempre. Pero algún día, noche, tarde esto se desmoronará como nuestros recuerdos, nuestras ansias de pertenecer a un tiempo imposible de retener con el deseo. Ah, sí. Una anécdota. De pronto me pierdo al dejar ir mis dedos lentos, buscando la precisión en la letra de molde, como si de verdad alguien fuera a tener curiosidad o a desgastar su vista adivinando, reconstruyendo estos mini jeroglíficos. Diablos, qué anécdota. La anécdota es seguir aquí, derrochando carbón de la lapicera, pretendiendo sacar algo de donde nada hay. Hay letras, espacios, resquicios, tachaduras, borrones. Esa es tu anécdota. Cuéntatela. Léela en voz alta si puedes.

**

Me gustaría pensar que el trabajo estará pronto terminado, pero no será así. He ambicionado más de la cuenta, con mi pequeña lengua afilada en cuántas derrotas.

**

Carlos era un fantoche. Se creía demasiado desde que escribió un largo poema al que llamaba “Última noción de Laura”. Se trataba de una interminable letanía de diez o quince páginas en las que daba rienda suelta a su esquizofrenia. Laura era, al mismo tiempo, su ideal femenino, pero también él mismo. Era su aura. Cada vez que conocía a una nueva chica que le gustara, la agregaba a su panteón idílico. Eso era fastidioso y a un tiempo enternecedor de lo ingenuo que resultaba. Qué puedo decir. Algunos de sus escritos me impulsaron a pintar algunas imágenes a las que les tengo aprecio. Eso no quita que bobalicona cara de Carlos, todo un cobarde en la vida, se me impusiera como un vaso a punto de caerse. Fuera del gusto de ver cómo se rompe, cómo sus cristales afilados se dispersan en el piso, qué cortan, la ingenuidad es así de detestable.

**

El Chubasco.

Lazarillo de Tormes

Faulkner

José Agustín: De perfil, teatro, contracultura

Gustavo Sáinz: Gazapo, Obsesivos días circulares

Carlos Fuentes: La ciudad más transparente, Aura

Mario Vargas Llosa: La ciudad y los perros

Parménides García Saldaña: Pasto verde

Los folkloristas

Petrarca

**

Tal vez sea petulante de mi parte afirmarme en la posición de que, bajo este manto de la tarde, del sol que empieza a dar la espalda —sin esperar traición alguna— soy capaz de escribir. Mi único testigo es un farol blanco que se yergue en el patio donde muchas palabras se hallan deslavadas. El patio. Aquí fue donde, en una de esas fiestas que comenzaban por la tarde y no terminaban sino a la mañana siguiente, descubrí a Martha. Me gustaría mejor decir que a Laura, pero en Laura estaba presente cualquier mujer distante y desconocida. Laura ¿era una idea? En fin, Martha bebía un vodka tonic recargada en la pared con intermitentes zonas cubiertas de musgo. Acababa de escribir algunas palabras que en ese momento se me antojaron rimbombantes: “al amanecer ellos cohabitan los recuerdos”. El alejandrino no me sorprendió del todo, sino cuando vi que colocaba la característica C:/ de la programación MS-2 que en ese 1996 ya estaba en su versión 486 para quienes no podíamos disponer de una Pentium. Martha vestía mallas negras, con algunas roturas que dejaban ver la piel blanca y lisa de sus piernas torneadas. No medía más de 1.65, cabello largo y ondulado, tirando a rojo, labios carnosos, sí, lo bastante como para imantar mi atención y acercarme a interrumpir su acto de creación rodeado de gente desinteresada. Le toqué el hombro con la mano izquierda, ofreciéndole más vodka. En un primer momento me ignoró, siguió escribiendo como si estuviera atenta a una serie de televisión, a las páginas de un cómic. Se me ocurrió mirar su mano deslizándose por la pared. Una vez que puso el punto final, me miró de reojo, detuvo un momento sus pensamientos y, haciendo un mohín con los labios brillantes, me interpeló arqueando las cejas. Sus pestañas largas parecían las de una muñeca de porcelana. La que apareció ante mi mente miraba el infinito de un espejo sentada en una inmóvil mecedora. Ah, ah, me desvío. Ese era el efecto de sus ojos verde aceituna, te llevaban siempre a otro lado —como constaté más adelante— y su nariz arremangada, solo un poquito, lo suficiente como para darle un aire pícaro que iba bien con su sonrisa, un tanto distorsionada por morderse el labio inferior con los dientes superiores.

—¿Qué quieres, tarado? ¿No ves que estoy ocupada?

La admiración se resquebrajó de pronto. Me sentí como un imbécil, pero me repuse.

—Nada, es que me llamaron la atención tus versos. O sea, veo que son comandos que el MS-DOS no acepta.

—¿Y a ti qué te importa?

—Me parecen geniales. Estás usando la anáfora como no lo había visto antes.

—¿Ana qué?

—Que utilizas un recurso poético muy antiguo, pero aquí es diferente.

—Aunque así fuera, no lo escribí para que lo leyeras.

—Es imposible no hacerlo si está en la pared.

—Pronto va a llover y se desintegrará, o se llenará de moho.

—De cualquier manera, soy tu primer lector, y quizá el último.

—¿Crees que eso a mí me importa?

—Sé que te importa.

—No, para nada. Si quiera escribir algo que perdurara no lo haría sobre esta pintura que ya empieza a descascararse. Mucho menos en una pared de lodo que el salitre puede joder de un momento a otro.

—Y aquí estamos. Te leí.

—O quizá eres un personaje que inventé para no sentirme sola.

**

Mayra y su vagina lacerante. Bailarina. Atrevida: hacía el amor frente a todos sin inmutarse. Coleccionaba insectos.

**

Se apeó en sus piernas, haciendo coincidir el sexo con el suyo.

Las tetas mejor formadas que había visto o palpado. Hizo que se las tomara con las dos manos y las sacudiera dirigiéndolas en direcciones opuestas. Temblaron como gelatinas firmes bajo su sonrisa ansiosa.

**

Amontonados, tirados unos sobre otros, con el torso y la quijada colgantes de una lápida, de un promontorio con yerbas salvajes. Allí estaban, aullando, rascándose las tripas, con los cogotes ardiendo por el mezcal de mala cepa. Borrachos, drogados hasta por los dientes, goteando saliva a la tierra de huesos, de polvo ancestral. No podían evitarlo. Se habían congregado para despedir a Azucena. Mario acariciaba una corona de cempasúchiles con los callos y las largas uñas de su mano derecha. La suavidad de las flores le llevaba a no pensar en nada. Había cantado toda la noche. No importaba qué. De hecho, nadie lo escuchaba, cada uno bufaba sus propias muertes para acendrar la pérdida.

**

No era fácil hablar del poeta. Al principio todos le habían dirigido su admiración, luego se desmoronaron decepcionados. Al poeta no le importaba sino cogerse a una de sus alumnas en letras. O al menos eso le gustaba aparentar. Una tía suya le había prestado su casa cerca del panteón de Mezquitán. Y ahora que la chica se había graduado y abandonado por buscarse un futuro con un empresario textil, el poeta se la pasaba llorando por cuanta lectura de poemas le salía al paso. Ese al que admiras tanto es un chilletas, me decía Eloy desencantado de los poetas y sus dramas. A Eloy le fastidiaba incluso el tono cursi que Edgardo Chávez, el poeta y desde ahora el Chilletas, dispersaba en libros y cantinas. Lo único que les interesaba era la casa. Después de todo, ya no la necesitaría.

**

El Chilletas nos dio paso libre a la casa de adobe de su tía en Mezquitán. Todavía estábamos en el último semestre de la Guadalupe Zuno. Limpiamos la casa de todas las maneras posibles para que despejara los malos olores. Hicimos un ritual con sahumerio, barrimos, trapeamos, la llenamos de hierbas medicinales y aromáticas hasta que quedamos satisfechos. Las grietas sobresalían del adobe, las puertas de metal crujían por el óxido, las ventanas rotas, pero de igual modo apreciamos la vida por lo que era y nos dedicamos a beber y a fumar mota. Alejandro, que tenía un amigo ingeniero, cultivó una plantita de mariguana en el clóset alimentada por un complejo sistema de luz y agua.  Estábamos a fin de siglo e ignorábamos qué modas vendrían después. Este era nuestro momento. Gracias, Chilletas.

**

Deseaba asestarle a Mario una bofetada con guante blanco, al cabo sucio, en su cara fingiente. No me la podía creer que estuviera de enamoradizo. Y todo por una carta ridículamente cursi que le escribí a Azucena con su nombre. Esto de hacer poemas, cuentitos y cualquier otra falacia en nombre de otro nos venía del poeta de La ciudad y los perros. A mí en particular me encantó unir y desunir parejas. Incluso, en la prepa, uno al que le decían el Tyson me pagó con protección porque le escribiera un poema a su novia. Y de veras que necesitaba quién me hiciera el paro con unos weyes que la habían tomado en mi contra cuando mi hermano salió con la exnovia de uno de ellos, otro tipejo mamalón de gimnasio. Se apellidaba Soltero. ¡Obvio que debía de quedarse solo con ese nombre! Cuando mi hermano, que era dos años más grande, salió de la prepa, me dejó a merced de esta pandilla de bravucones del salón de al lado. No es que no supiera defenderme, pues practiqué tae kwon do durante seis años, sino que no había quién me hiciera el paro cuando querían vengarse conmigo montoneándome. Además, siempre había peleado con vatos de mi propia complexión, mediado por las reglas de torneos y acolchonado con parapeto ante los golpes. El caso es que el Tyson no peleaba, no lo necesitaba. Con su gran estatura y sus voluminosos músculos, no tenía que hacerlo. Acepté sin más su protección y le di un poema que de hecho ya había escrito para su novia Ana Luisa. Viéndolo en perspectiva, calculé que más valía sacrificar mis sentimientos por la chica que aumentar mis enemistades. Mario terminó saliendo con Isabel, la exnovia de Soltero; de hecho, con su explícito permiso. Lo veía como inofensivo. Luego los tres coincidíamos en el Parque de las Estrellas al salir los sábados de la prepa.

**

Edgardo Chávez, un ladino en apariencia mujeriego que gusta de ligar chicos adolescentes amantes de la poesía, a quienes les dedica en secreto sus poemas.

**

La fachada exhibe largas grietas que van de lado a lado. Parecen una telaraña telúrica cubriendo la casa de adobe que nos prestaron entonces por el panteón de Mezquitán. El Chilletas, diría Eloy. Me sorprendo cuando mi copia de la llave original abre la puerta negra de metal con los cristales rotos. El olor a abandonado, a humedad, es asfixiante, apenas aliviado por los orificios en los vidrios biselados de las ventanas.

Apenas entro y piso unos papeles tirados. Los junto, pensando en recuperar algo de lo que todavía pueda rescatarse. Papeles amarillos, papeles mordidos por el fuego, papeles con letra pequeñita o manuscrita y alargada, papeles escritos con tinta sepia. Como la que gustaba de cargar Mario en su pluma fuente. Papeles escritos a lápiz, con varias de sus líneas ya ilegibles. Y no solo papeles. El latón de la cama principal está rayado con tinta verde y violeta. Las palabras recorren la cabecera, las láminas dorsales y se instalan, sedentarias, en la piecera. Siguen, huyen de la cama para continuar en las paredes. En las paredes se apiñan el moho y las palabras. Y no solo palabras. Un mural con perros de varias razas, en posiciones graciosas unos, trágicas otros, todavía alcanza a percibirse, deslavado, detrás de la puerta principal. Nada se salva, todo está cubierto de escritura. Escritura blanca, entre manchas de agua de lluvia, de café o de vino tinto. Las sábanas tienen bordadas palabras. toda la casa está repleta de frases truncas, los cajones desbordan cartapacios que hacen las veces de diarios, de apuntes. Frases inconexas, palabras invisibles. Reúno lo que puedo. Tomo fotos y, recuerdo. Algunas palabras son mías, historias que intentaré rescatar. Pero solo algunas. Ahí donde solo garabateé algunos signos, alguien más completó una historia, suya o ficticia, quien sabe. El tiempo no sabe perdonar, ni tampoco los elementos naturales que han hecho de esta casa un campo de guerra sin guerra. Un lento desvanecerse. El enjarre del techo, también repleto de tinta de todos colores, se ha caído en parte. Trozos de historias en pedazos de enjarre. Hay polvo por todas partes, polvo y palabras. Me pregunto si de veras aquí ocurrió algo alguna vez o la casa es otra ficción en mi memoria.

**

José Asunción pidió a su doctor que le señalara el lugar del corazón, el mismo que gracias a la exactitud médica recibió un balazo poco después. La razón: había perdido sus manuscritos en un naufragio del buque Amérique, que cruzó el Atlántico para llegar al puerto de Cartagena. Silva hubiera quedado satisfecho si él se ahogaba y sus manuscritos se salvaban. No creyó en recuperar, en reescribir. En volver a tener el mismo rapto de inspiración, por más engañosa que fuese. La inspiración, ese insecto impune al que acusan de hablar por boca de otros. José Asunción Silva murió por una causa perdida. Una ilusión que, después de todo, creyó a pies juntillas. Si se hubiera sobrepuesto a la decepción, seguramente los raptos de genialidad habrían hecho de él un hombre capaz de saludar las madrugadas, comer espléndidamente, dar paseos por la naturaleza. Es decir, habría hallado la alegría que sus médicos le recetaban ante su melancólico andar a oscuras, aguijoneado por las sombras. O al menos, habría vivido para constatar que el fracaso era el ritornelo de la cuna a la sepultura, día a día, con la fe perdida de a poco, como un viejo animal que se dirige a la muerte. En cambio, honró a ese órgano incansable, del tamaño de un puño, como su propio puño oprimido contra su suerte. Su última inspiración: unir, en una metáfora, plomo, velocidad y sangre. Pegar en el blanco de la idolatría. Alguien camina esta noche por la calle Asunsión Silva,unos con presunción, otros arqueando el labio inferior ante el olvido, la desmemoria. ¿Y este quién es? Alguien camina por la calle Asunción Silva en Bogotá, en la Ciudad de México, en Madrid. En Buenos Aires, en Montevideo, en São Paulo. Alguien come un sándwich en el parque Asunción Silva, se le cae una rodaja de jitomate en el pasto húmedo y no piensa en el rojo carmesí del corazón explotado de este poema que fue un poeta que fue un balazo de sombra. Una sombra alargada que camina con otra sombra. Una calle iluminada por un farol intermitente.

**

No hay por qué desperdiciar una buena idea. Díganselo a Carlos, que tal vez nunca tuvo ninguna y de pronto apareció como el mayor de los traidores. Si eras mi amigo, maestro. ¿Cómo pudiste hacerme eso? Éramos compadres, casi hermanos. Y todo por tu ambición de ser escritor. ¿Por qué no experimentaste en ti mismo?

**

Mayra coleccionaba insectos. Vivía en los suburbios de la ciudad, en El Palomar, en una época en que el tráfico era regular y la única preocupación era la distancia. Pero también la salvación. Era como vivir en el bosque. Daba rienda suelta a su gusto por cazar mariposas, grillos, escarabajos, hormigas, avispas y todo ser minúsculo que se interpusiera en su camino o que de principio le huyera. Tenía un don especial para echar a perder las cosas, para secar flores, para coleccionar lo que sonara a putrefacto, lo que oliera. La conocimos en el taller de la prepa que coordinaba nuestra maestra Elisa Ontiveros. Elisa nos había mostrado que la poesía se hallaba en lugares que ni pensábamos. En las letras de Charly García (Éxtasis), en las de La Maldita Vecindad (Kumbala), en el piso del patio. Sí. Resulta que se le ocurrió que imprimiéramos una rudimentaria revista fotocopiada a la que tituló Vapor. La llenamos de cursilerías pseudoeróticas, ensoñaciones y gritos de auxilio que pedían más lecturas y menos derroche emocional. Quizá fuera Mario el más ducho en las artes de la escritura, pero estaba viciado por su admiración a Benedetti. Le ilusionaba escribir su propio Inventario. Tan decidido estaba, que tan solo en quinto semestre (dos delante de mí) ya había superado el poema mil. Cargaba un legajo con todos sus manuscritos impresos y corregidos en tinta sepia. No pasó desapercibido para la observante Mayra, quien le coqueteó desde el primer sábado del taller. Mayra tenía una verruga en el rostro que no pareció molestarle a Mario. Eso sí, unas nalgas y unas tetas que la congraciaban con el mundo. Lo sé porque alguna vez pude palparlas, pero esa es otra historia. Mayra desplegó todo su encanto con Mario, quien unos días después la llevó a la casa de adobe que comenzábamos a hacer nuestra. Allí tuvieron sus escarceos –una palabra adorada por Mario–, los mismos que le llevaron a quejarse de su vagina lacerante. Así lo dijo Mario y nos pareció gracioso en el momento, sin detenernos un momento a pensar en su evidente impericia con las vaginas. Obvio que Mayra tendría su propia queja, pero no se la diría a ninguno de nosotros. La chica era toda una coleccionista, como nos dimos cuenta tiempo después.

**

Mario me agrada. Es flaquito, con el pelo rubio todo alborotado y además es escritor. Carga siempre un cuaderno con sus cuentos y poemas. Tiene muchos. Luego se le ve en el recreo corrigiéndolos. Cualquiera diría que es un pasado, pero a mí me gusta. Sus ojitos pequeños son incisivos. Si no fuera por sus lentes, sentiría que me clavan el aguijón en la cara. Se parece a una mantis. Además, es bromista, no como su amigo Carlos, todo pedante y apretujado. Diría que Carlos es una cochinilla. De esas que se cierran sobre sí en cuanto detectan una amenaza. Su larga nariz ganchuda resta a sus ojos bonitos, escondidos también tras de los lentes y sus chinos voluminosos. Son un par de amigos simpáticos, hacen buen par. Los vi por primera vez cuando fueron al salón a reclutar gente para el taller literario de los sábados. Me emocionó desde el primer momento. Ahí conocí a Ana Luisa y también llamé para que asistiera a una antigua amiga que tuvo que pausar la prepa por no sé qué cosa: Martha. De pronto éramos más mujeres en el taller. Seguro que estos nerds no se la esperaban. 

**

Cuando conocí a Carlos me pareció buen tipo. Cursaba dos semestres debajo de mí en la prepa. Era uno de esos rezagados y solitarios que querían encajar pero que al final aceptaban su soledad en los recreos. Es decir, era como yo. Lo vi por primera vez en el grupo religioso que se reunía los sábados. Ahí desfilaron un sinfín de inadaptados con buenas intenciones. Carlos tenía uno de esos rostros nobles que te hacen pensar que de verdad hay gente con el aura limpia. Una nariz ganchuda y enorme le hacía sobresalir por entre el grupo. Entre su nariz, sus grandes orejas, su cuerpo flaco y su seriedad a toda prueba, las chicas le rehuían. En cambio, su amigo Alex atraía por su simpatía la presencia de las chicas. Tal vez por eso Carlos lo había invitado. Hacían un contraste exquisito. A mí no me iba mal. Andaba con una chica y con otra, aunque confieso que buscaba aquellas que también fueran un poco retraídas. No me importaba que Celia, por ejemplo, estuviera pasada de peso. Pronto descubrí que el calor humano vale más que la soledad. La abandoné porque me gritaba de lado a lado del patio de la prepa: ¡¡¡Maaaaaaariiiiiiiiooooooooooo!!!, y no andaba yo para esas exposiciones ni burlas de los cuates. Mientras anduve con ella y otras por el estilo en realidad deseaba estar con Azucena, la chica más hermosa de mi clase. Buscaba cualquier pretexto para acercármele, se reía de mis chistes, por más bobos que fueran, y le parecía simpático hablar con un escritor como yo. Desplegaba mis lecturas comuna pedantería, como ella misma me dijo, graciosa. Si alguien tenía vocación para escribir ese era yo. Carlos también escribía. Me llamó la atención que, quitando todo su velo de cursilería, en el fondo tenía talento, cierta sensibilidad. De hecho, yo era el del talento que aprendía de su sensibilidad y él era el sensible que aprendía de mi talento. Quizá este era un bobo pensamiento para etiquetarnos que nada decía de la realidad de las cosas, pero de momento quise explicarnos con esa fórmula. Así empezamos a amistar. En el grupo religioso también estaban Andrés, Memo, Cinthia, Laura y otros fenómenos. Como tenía lógica, Carlos y yo terminamos siendo amigos fenómenos. Yo hablaba y hablaba, mientras que él permanecía callado, como estudiándolos a todos antes de proferir palabra. Luego me cansé del grupo religioso y los gritos de Celia. Fue cuando se me ocurrió fundar el taller literario.

Al primero que se lo propuse fue a Carlos. De inmediato abrió los ojos emocionado y se unió a mí en la cruzada de ir de salón en salón invitando a quienes quisieran hacer versos o cuentos. La maestra que nos acompañó fue Elisa, la hija de nuestro venerado maestro de filosofía, Polo Ontiveros. Elisa era una chica alta, lacia, de labios gruesos, estudiaba letras y esgrimía una muy liberal idea de la vida y la literatura. Es decir, nos deslumbró. No podía haber nadie mejor para guiar a mochos como Carlos y yo, él criado en colegio marista y yo en salesiano. El primer sábado del taller concurrieron siete chicas que nos dejaron escurriendo baba. Eran hermosas, y por su manera de vestir, despejadas de prejuicios. Estábamos sorprendidos, nos preguntábamos por qué no habíamos tomado antes la iniciativa. Después se unieron Miguel y el Morro, dos chicos que concurrían a estos sábados imprevisibles de manera intermitente.


**